VUELVE, A CASA VUELVE…

ESOS EXTRAÑOS JAPONESES

El día después de la muerte de Osamu Tezuka (1928-1989), un artículo en la prensa japonesa se preguntaba por qué los nipones amaban tanto los cómics: “La visión de los pasajeros en el tren de cercanías, todos leyendo revistas semanales de cómic, impacta a la mayoría de extranjeros como algo extraño”. El artículo se interrogaba entonces por qué la gente de otros países no leía tantos cómics como los japoneses, y concluía con cierta candidez: “una de las respuestas es que ellos no tuvieron un Osamu Tezuka”.

Dejando aparte ahora el papel capital que tuvo este prolífico autor en la emergencia del manga como industria de masas tras la II Guerra Mundial, lo que en realidad pasmaba a esos “extranjeros” en Japón, como bien indica la estudiosa Natsu Onoda Power en su libro sobre Tezuka, ‘God of Comics’, era ver a adultos leyendo cómics en su trayecto cotidiano hacia el trabajo.

Después de reinventar el manga moderno a base de cómics infantiles que crearon una inmensa escuela entre los años cuarenta y cincuenta, el “Dios del manga” Tezuka fue también uno de los dibujantes que participó activamente en la recuperación del cómic japonés como medio para adultos, especialmente durante los setenta por influencia del ‘gekiga’, el equivalente manga a lo que hoy en Occidente llamamos novela gráfica. De esa década datan obras suyas como ‘La canción de Apolo’ (ECC) y ‘Alabaster’ (Astiberri), traducidas este año por primera vez en España. Publicadas ambas originalmente entre 1970 y 1971,

‘La canción de Apolo’ es un relato sobre la sexualidad y la reproducción que pretendía ofrecer un “conocimiento carnal” beneficioso a los jóvenes adultos, en una época turbulenta de luchas estudiantiles en la universidad y de debate público sobre la educación sexual juvenil. Protagonizada por un joven trastornado por un trauma infantil que le provoca un rechazo visceral a toda relación sexual, humana o animal, nuestro héroe trágico se verá condenado a una singular compulsión de repetición que recorre diferentes épocas y reencarnaciones —metamorfosis recurrentes en la línea de la célebre ‘Fénix’ de Tezuka— para amar a una mujer una y otra vez sin poder consumar la relación hasta llegar (o no) a la superación del trauma. Ya solo por el inolvidable prólogo, verdaderamente impresionante, que parece evocar en viñetas la tesis doctoral de Tezuka, un estudio sobre los espermatozoides de un molusco japonés, merece la pena sumergirse en este cómic de más de quinientas páginas dotadas de la intensidad habitual en el autor.

Por su parte, ‘Alabaster’ es un thriller que comparte extensión, estructura folletinesca y tono melodramático con ‘La Canción de Apolo’, pero también una negrura despiadada que raya en lo cruel. No deja de ser llamativo que Tezuka pretendiese en esta etapa construir obras de mensaje “positivo” y le salieran cosas como estas (la desoladora ‘El libro de los insectos humanos’ data de estos mismos años, 1970-71). En el postfacio de ‘Alabaster’, Tezuka confesó que le disgustaba la oscuridad existencial que había impregnado la obra. “La empecé queriendo escribir algo entre lo grotesco y lo erótico oscuro”, en la línea de algunas novelas de Ranpo Edogawa, “pero fue un gran error. [Cuando intento algo así], tiendo a producir obras que son irremediablemente nihilistas. Este trabajo cayó también en esa trampa”. No hace falta que lo jure. Con un villano memorable, un resentido marcado por un rechazo amoroso racista que deviene en una suerte de Fantomas grotesco, ‘Alabaster’ revisita el mito del hombre invisible como excusa argumental para acumular situaciones chocantes y exhibiciones formales marca Tezuka, elementos que comparte igualmente con ‘La canción de Apolo’.

EN BUSCA DEL ARCA PERDIDA

La memoria de la infancia nutre ‘Lo primero que me viene a la mente’ (Astiberri), del alicantino Juaco Vizuete, una revisión de las sensaciones asociadas a la niñez en las inmediaciones de la adolescencia, pero vinculadas también a la sociedad donde el autor vivió esa etapa de su vida, la España de finales de los setenta y primeros ochenta. Hay alusiones a los fetiches pop de la época, al destape y al inquietante peso político que aún tenían los militares, pero a Juaco le interesa más representar –entender, por tanto– el estupor, la intriga o la culpabilidad que siente un niño ante la presencia del sexo, la lealtad traicionada o lo “sobrenatural”. No estamos ante unas memorias al uso sino ante un ejercicio de autoficción que mezcla recuerdos reales con elementos dramáticos imaginarios, alguno de tanta eficacia narrativa como una película japonesa inexistente, vista en el cine de verano, acaso metáfora de todos aquellos relatos soñados (filmes, tebeos, episodios de televisión nunca emitidos) salidos de la imaginación arrebatada y el tiempo lento propios de un niño. En pocas palabras, lo que el autor pretende evocar no es la lista de objetos de consumo de “la generación que hizo la EGB”, sino algo mucho más escurridizo y universal: el misterio inefable de la infancia. Lo hace además sin eludir aspectos escabrosos y con un despliegue formal apabullante que aprovecha a fondo el inusual formato del libro, pequeño y cuadrado, hasta convertir un puñado de viñetas impresas en un objeto talismánico, una “caja-madre” que contiene los secretos de un tiempo perdido.

En pos de ese tiempo irrecuperable se lanzan también Jillian y Mariko Tamaki en ‘Aquel verano’ (La Cúpula), dos primas canadienses de ascendencia japonesa a las que ya conocíamos por ‘Skim’ (La Cúpula). ‘Aquel verano’ es otra novela gráfica que chapotea en la poza de la infancia previa a la adolescencia, un relato clásico de ritos de paso, subgénero estival, centrado en la evocación proustiana de las sensaciones que desatan el mecanismo de la memoria, aquí los sonidos nocturnos del verano, los juegos en el agua, las películas de miedo o el ser testigos incómodos de los primeros y torpes escarceos sexuales de jóvenes de mayor edad. A través de una narración tarda por influencia del manga, que despliega páginas y páginas para desembocar lentamente en el mar que revelará los “secretos y mentiras” familiares, el dibujo brilla especialmente con una caricatura realista de gran calidez y enjundia, que eleva la obra varios peldaños creativos.

RETRATO SOCIAL, CON HUMOR O CON MALA LECHE En ‘Lo indispensable de Unas lesbianas de cuidado’ (Reservoir Books), Alison Bechdel, consagrada hace tiempo con su obra maestra ‘Fun Home’, muestra sus poderes previos: una selección de las tiras que lleva dibujando “toda su vida adulta”, como ella misma explica en la historieta confesional que sirve de prólogo, y que empezó con la intención de representar en tono humorístico la cotidianidad de la comunidad lesbiana a la que pertenecía la propia autora. “Al dibujar la vida diaria de mujeres como yo”, dice Bechdel en una viñeta de dicho prólogo, “esperaba que las lesbianas se hicieran más visibles, no solo para nosotras, sino para todo el mundo”. Por supuesto, hoy el matrimonio entre personas del mismo sexo está reconocido en bastantes países, incluso en el nuestro, y numerosas figuras públicas han declarado su homosexualidad. Pero en 1983, cuando Bechdel empezó su tira, la cosa era “diferente”. Resulta evidente en estas viñetas su aprendizaje como historietista, y cómo en poco tiempo afiló el dibujo y los diálogos con su meticulosidad característica, así como la habilidad para el retrato sintético de los personajes. También demuestra que el tiempo no ha pasado en balde, como reconoce la autora al final del prólogo, porque, al hablar de lo innombrable, “lo innombrable se convierte en algo hablado”. Es decir, convencional. La prueba del algodón de su afirmación es quizás el significativo cambio a última hora del título para esta edición, desde ‘Unas bolleras de cuidado’ (así se tradujo en España en la edición previa de La Cúpula; el título original de la tira es ‘Dykes to Watch Out For’) a ‘Unas lesbianas de cuidado’.

A quienes definitivamente no les importa “molestar” con incorrecciones políticas es a los editores de ‘Cowboy Henk’ (Autsaider), un cómic de los belgas Herr Seele & Kamagurka. Estamos ante una selección de tiras de un personaje hoy muy popular en Bélgica y Holanda, una suerte de “Tintín del underground europeo” que se publicó entre 1981 y 2011 hasta alcanzar las casi 2.000 historietas. Los autores vierten su amor por las vanguardias históricas, particularmente el dadá y el surrealismo, en una tira nacida en una época propicia a ello, con un “cowboy” urbano de línea clara como personaje-cifra y un humor absurdo que usa, y abusa, de lo literal, la metaficción, lo escatológico o la astracanada, cuanto más ordinaria mejor. El slapstick, que tanta importancia tuvo en el nacimiento del cómic europeo y norteamericano, se lleva aquí a un terreno de brutal rareza, tan flamenca como sus autores, y por el camino se deslizan ciertas resonancias satíricas sobre los hábitos contemporáneos.

De esto último va justamente ‘Las cosas de la vida. Integral’ (Fulgencio Pimentel), del marsellés Lauzier (1932-2008), uno de los principales exponentes, y pioneros, del cómic adulto francobelga. ‘Tranches de vie’ salió entre 1974 y 1978 y fue la plataforma desde la que este dibujante y escritor se dio a conocer antes de compaginar el cómic con el teatro y el cine. Desde ella practicó una sátira especialmente inspirada, de tono cínico, mala hostia y eficacia formal implacable, sobre la sociedad francesa de los setenta, que en lenguaje Lauzier se resume en lucha de clases y egos, guerra de sexos y combate generacional. El autor se ceba con la ridiculez de las costumbres burguesas y la vieja derecha nostálgica de la Francia colonial, pero también con las contradicciones de las izquierdas del momento: liberación sexual, feminismo, universitarios maoístas hijos de papá e intelectuales que se pasean por la vida con una insultante superioridad moral siempre prestos a liarse con una tía buena. Revisar ahora este tomo que recopila toda la serie supone, también, recordar los “polvos” de donde vienen los lodos actuales.