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Barceloneta: esto es la guerra

Clima prebélico en la Barceloneta. Las escaramuzas del año pasado solo fueron un aviso. Se espera un verano movido en el barrio marítimo.

Categoría: Cultura | 9 junio, 2015
Redacción: Óscar Broc

Clima prebélico en la Barceloneta. Las escaramuzas del año pasado solo fueron un aviso. Se espera un verano movido en el barrio marítimo. Mientras en Port Vell atracan yates titánicos, el barrio limpia sus armas quemado por el desamparo, el apretón asfixiante del Ayuntamiento, el turismo mierdoso, la especulación y la humillación de cada verano. Es una lucha contra un poder más allá de la comprensión de un tejido social obrero y humilde, pero una cosa está clara: la Barceloneta no se rinde. Nunca.

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Todos contra el yate

La travesía que recorre Port Vell y conduce a la playa de la Barceloneta es un desafío, una humillación cósmica que los habitantes del barrio tienen que comerse cada día sin masticar, gaznate abajo. El órdago se llama One Ocean Club y es una ciudad futurista de acceso restringido que solo pueden pisar los millonarios que allí amarran sus monstruosos yates. Monstruosos, sí. No solo por el nefasto impacto visual, sino por el venenoso mensaje que encierra su impúdica exhibición. Este parking para pirámides flotantes megahorteras es la declaración de guerra de la Administración a la Barceloneta. Y a semejante oprobio habrá que responder con un cuchillo jamonero entre los dientes.

Aislado de la sucia plebe del barrio por un muro denigrante, el amarradero de lujo de la nueva Marina Port Vell es la prueba de que las revueltas de la Barceloneta del verano pasado no solo respondieron a una pataleta contra los simios que se hacen pasar por turistas (que sí); el origen del estallido es más complejo y  radica en una guerra desigual que lleva largo tiempo librándose. Por una parte, el Ayuntamiento y su pulsión irrefrenable por drenar el barrio y llenarse los bolsillos entregándolo a la horda turista y cediendo sus muelles a los nuevos ricos; por la otra, el tejido social de la Barceloneta: calloso, rocoso, encabronado y dispuesto a empuñar lo que sea para evitar que le arrebaten su pequeña patria.

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No es una guerra contra la chancla, es una guerra contra la Administración. Contra su desprecio por los habitantes de la Barceloneta y su elitismo de brocha gorda. Hace tres años que frecuento la zona, tres años asistiendo alarmado al desmoronamiento de un área que muchos de sus ex habitantes  ya no reconocen. Las  pocas señas de identidad que mantenían al barrio respirando están siendo extirpadas a toda prisa, con un botella de Xibeca rota como escalpelo. Basta con ver la prostitución salvaje del Passeig Joan de Borbó, entregado a tiendas de souvenirs y bebidas isotónicas, a heladerías para guiris, a restaurantes de marisco congelado para turistas con ojete en lugar de paladar… ¡Diablos, pero si han puesto una tienda Desigual! ¿Existe peor síntoma de decadencia que éste?

Mientras las calles del barrio hierven de pura mala hostia y los guiris las utilizan como parque de atracciones para adultos y/o cagadero universal, el Ayuntamiento se saca la butifarra, la pone sobre la mesa y entrega las llaves de la Marina Port Vell a una élite de ricachones. Y lo hace en un contexto casi bélico, mientras la Barceloneta reclama la recuperación para el barrio de espacios abandonados a la especulación. Pero no, el dinero del Ayuntamiento se ha inyectado en tromba en infraestructuras turísticas esquizoides que defecan en la coronilla del contribuyente y van del elitismo pijo estilo Saint-Tropez al cutrerío low cost estilo Magaluf en un abrir y cerrar de ojos. El desamparo de los habitantes de la Barceloneta es total. Las humillaciones, insostenibles. Por eso, mientras escribo estas líneas, se están limpiando los machetes en los pisos de los locales. Se prevé un verano de cabelleras cortadas a pie de playa.

 

Barceloneta: la mierda bajo la alfombra

El verano pasado la gente salió a la calle con un cañón. La Barceloneta es un barrio obrero, habitado por gente dura que no está dispuesta a dejarse pisar. Como pasa también en el Barri Gòtic, el tejido social se ha compactado como una pelota de baseball. El enemigo externo, representado por la arrogancia elitista del Ayuntamiento y la invasión caníbal de turistas basura, ha unido más que nunca a la gente del barrio, harta de ver cómo su casa se convierte de junio a septiembre en el estercolero más permisivo de Europa. Tipos desnudos comprando cervezas en el súper;  grupos de spring breakers malcriados con la misión de no dejar dormir a todo un barrio de gente trabajadora; puercos sin modales que lo inundan todo de colillas, vomitadas, pis, botellas vacías y condones llenos; cretinos que aplastan a los transeúntes con sus monopatines futuristas… Y nadie pone remedio. Limites.

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Siento ser tan duro, me duele decirlo así, pero en verano la Barceloneta da asco. Se convierte en una pulpa de carne sudorosa, encocada y beoda que pringa todo lo que se le pone por delante. Si metes la mano bajo la arena de la playa del Somorrostro extraes más inmundicia que en el cenicero de Slash en el 95. Hablo de un zoco radioactivo delirante: sobre toneladas de basura enterrada pululan los de cerveza-bier, los del mojitooo, los de los tatuajes falsos, los de las pulseras de hippy, las de los masajes aberrantes, los de la cocaína y los porros. El desfile de gentuza maleducada y semidesnuda por el Passeig de Borbó y Port Vell sería inadmisible en cualquier otra capital: hemos seducido a lo peor seborrea de la Costa Brava y similares porque merced al concienzudo abandono del Ayuntamiento, la Barceloneta se ha cobijado en una suerte de limbo alegal estilo Las Vegas: venid aquí, que por cuatro euros podréis follar, beber, esnifar y mear donde os dé la gana. Ah, y dejadlo todo destrozado, joder, que es lo que queremos.

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Interesa promover esta imagen, porque interesa un éxodo de habitantes de la Barceloneta. Interesa un barrio-parque temático-macrourbanización chunga de Lloret en el que la pasta fácil guiri corra a la velocidad de la luz y pringue a todos los especuladores. Y los vecinos molestan. Cuanto antes desaparezca la Barceloneta del bar Leo, el Maians y la bodega Fermín  y se imponga la Barceloneta de Desigual, los comas etílicos y el Paellador, antes nos forraremos.

Y de esta permisividad de la Administración para desgastar la moral de los locales no solo se aprovechan los guiris low cost. También hay muchos barceloneses que bajan del Eixample, Gràcia o Sant Gervasi para ponerse morenos, comer paellitas y comportarse como el más execrable de los turistas. Lo siento, pero cabría informar a todos estos parásitos extranjeros y autóctonos de que la Barceloneta es un barrio histórico, pura tradición barcelonesa, no una alfombra bajo la que esconder las vergüenzas del turismo alcohólico y el incivismo autóctono. Como si toda la basura de la ciudad bajara hasta el litoral y la pudiéramos acumular ahí, pudriéndose, emponzoñando y volviendo cada vez más locos a los vecinos del barrio.

A pesar de la tímida reacción del Ayuntamiento, a la caza y captura del piso turístico ilegal después de la revuelta ciudadana del verano pasado, muy pocos vecinos confían en una mejora estas vacaciones. Puro maquillaje. Saben que pasará lo de siempre. Saben que habrá que salir a la calle con algo más que cañones de juguete. Quizás por eso, los balcones de los habitantes de la Barceloneta han mostrado orgullosos todo el año los colores amarillo y azul de la bandera del barrio. Son los colores de un orgullo amenazante al rojo vivo, una meada territorial para dejar claras las cositas a los turistas de borrachera y a los incívicos de la Diagonal: “Esta es nuestra casa, no vuestro cagadero”. Las banderas en los balcones son importantes, pues hablan de tensión, de clima prebélico, del sonido estremecedor de cuchillos afilándose en un barrio que no solo lucha por su supervivencia, sino por su dignidad. Algo me dice que este año no pasarán.

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Categoría: Cultura | 9 junio, 2015
Redacción: Óscar Broc
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