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Agosto en Barcelona: el encanto de unas vacaciones en la ciudad fantasma

Julio debería ser para irse a climas más fríos, tipo Helsinki, o para alquilar un apartamento en la costa.

Categoría: Cultura | 4 agosto, 2016
Redacción: Javier Blánquez

En los últimos años hemos oído hablar mucho de la casta, esa supuesta minoría altamente privilegiada que vive a cuerpo de rey mientras la mayoría social, es decir, la gente –todo esto dicho en la jerga propia del partido Podemos–, las pasa canutas para llegar a final de mes y encender la calefacción en invierno, amén de sufrir el constante pisoteo de sus derechos. No vamos a negar aquí que, en efecto, hay gente ahí fuera que lleva una vidorra propia de maharajás, mientras los demás vamos picando piedra a diario para ganarnos el pan. Pero cuando llegan estas fechas veraniegas, en las que Barcelona se convierte en una mezcla entre la invasión de los ultracuerpos y el “Infierno” de Dante –temperaturas superiores a los 30 grados con un 80% de humedad y hordas de turistas franceses en nutridos rebaños apostándose con helados y porciones de pizza en las escaleras que dan a la fuente mágica de Montjuïc, o sea–, lo único que tenemos claro es que la única casta que existe, al menos la única que de verdad podemos envidiar cochinamente, es la compuesta por la gente que tiene vacaciones en julio.

Siempre hemos pensado que, quien tiene vacaciones en julio, tiene en realidad dos meses de vacaciones. Julio es un mes espantoso, caluroso hasta extremos asfixiantes, una época absolutamente inapropiada para trabajar, para moverse por la ciudad. Quizá el actual calendario de asueto estival funcionara para otras épocas, en las que los agostos eran más cálidos y los julios más benignos, pero en la actualidad no tiene sentido parar el país en esas fechas –y luego habrá quien cuestione el cambio climático–. Julio debería ser para irse a climas más fríos, tipo Helsinki, o para alquilar un apartamento en la costa, e incluso para pasar los días refugiado en un búnker con aire acondicionado y Netflix, o para olvidarse de todo durante unas semanas en un pueblo perdido en la sierra –además, julio tiene 31 días y cunde más–, pero en ningún caso debería ser un mes para trabajar en Barcelona. Si hay que detener el país para que la gente recargue las baterías, habría que ir pensando en pararlo antes.

Por eso, quien consigue hacer vacaciones en julio se encuentra después una Barcelona en agosto prácticamente vacía, que funciona a otro ritmo, y que se siente como una dulce prolongación del mes de descanso. Lo sabemos porque, durante un tiempo, y por razones que no vienen al caso, hemos pringado en julio y para más inri no hemos podido escapar de Barcelona en agosto. Lo primero es una putada, pero lo segundo, créannos, no es tan grave. Barcelona en agosto tiene su discreto encanto: hay momentos del día en que parece un poblado fantasma de las películas de terror, con la única diferencia de que, en vez de vampiros, lo más que te salen al paso son captadores de ONG; momentos en los que ir por la calle se convierte en algo parecido a esa escena de la película Vanilla Sky en la que Tom Cruise camina por un Nueva York desierto. Apenas hay tráfico, apenas hay gente, salvo un porcentaje mínimo de lugareños y una cantidad soportable, manejable, adecuada, de turistas. Prácticamente todo sigue abierto, o al menos todo lo esencial, las temperaturas poco a poco se desploman, el agobio del calor se relaja y un silencio sagrado envuelve toda la atmósfera. El tiempo libre, verdaderamente libre, se multiplica, porque el teléfono apenas reacciona y el correo electrónico no recibe nuevos mensajes. Por eso, si tuviéramos una terraza aislada y fresca, bien provista de bebidas, libros y grata compañía, sería el paraíso. La clave para disfrutar de Barcelona en agosto es ser un lobo solitario en la calle y un guiri en tu propia casa.

Hay que decir que, si se es vecino de Gràcia –en la segunda semana del mes-, o de Sants –en la tercera y la cuarta-, hacer vacaciones en agosto en Barcelona puede ser una incomodidad parcial. A pesar del prestigio que las rodea, las fiestas de Gràcia son uno de los sucesos más desagradables que suceden por estos pagos, no tanto por la afluencia de gente o la multiplicación de las terrazas, que el bullicio diurno siempre es síntoma de buena salud de la vecindad, sino por el bullicio desproporcionado, acompañado de suciedad pringosa, que se desata por las noches. Esto es aplicable también a Sants, cuya fiesta mayor es significativamente menos costrosa, pero comparativamente más ruidosa, con conciertos –a cada cual peor– en plena calle hasta las dos de la madrugada, a diario, sin respeto por el descanso de unos pocos ni por la historia de la música. No hablaremos de Poble Sec porque no frecuentamos ese rincón, pero fuentes bien informadas nos cuentan que ahí todavía es peor.

Así que podemos distinguir todavía una segunda clase de casta: gente que tiene vacaciones en julio –o en septiembre–, que trabaja en agosto con todo el relax y la pachorra lánguida y parsimoniosa que acompañan a las semanas agostís, que diría Forges –o quizá se escriba agostíes, a saber–, y que encima lo hace en un lugar alejado de las verbenas y las competiciones etílicas, protegido de las charangas y de las zonas de mayor concentración de turistas. Agosto, así, se convierte en una mezcla entre lujos diurnos –utilizar la pausa del trabajo, o la concentración de la jornada intensiva, para frecuentar la playa, hacer algo de  i, acudir a un buen restaurante, aprovechar los amaneceres dilatados para practicar algo de ejercicio físico y tomárselo con calma– y privilegios nocturnos –terrazas de hotel, películas a partir de las diez, lecturas de clásicos del Renacimiento en verso– que más nos acercan a los lujos de un marqués que a las fatigas de un currante. Si tenemos vacaciones, la sensación es la de estar en un destino turístico codiciado, en temporada baja, pero con todos los servicios y el buen clima de la temporada alta. Podemos aprovechar para ir a esos sitios que no hemos pisado nunca o evitamos como si fueran un foco de infección de las fiebres tifoideas –la Sagrada Familia, el mercado de la Boquería, el hotel W, la plaza Real, los locales de alquiler de bicicletas de la Ribera–, para hablarle en inglés a los comerciantes por simple deporte, para sentirnos despreocupados y caprichosos por unos días.

A medida que se acerca agosto, y si es nuestro mes de vacaciones, nos enfrentamos pues a una decisión crucial: ¿nos vamos todo el mes fuera, o sólo unos díase? ¿Hacemos vacaciones en Barcelona, que es una ciudad aún más de vacaciones que Marina D’Or, o renunciamos al raro privilegio de unas calles prácticamente vacías, de un tráfico en sus mínimos históricos, de un silencio relajante, de un redescubrimiento espiritual de nuestro propio entorno? Tener que elegir entre una escapada reparadora y una permanencia en una Barcelona en agosto convertida casi en un spa es, podríamos asegurarlo, casi peor que una maldición. Y es por eso por lo que envidiamos profundamente, y hasta odiamos un poco, a quienes tienen vacaciones en julio. Esos son, y no los banqueros, la verdadera casta. Os odiamos.

Categoría: Cultura | 4 agosto, 2016
Redacción: Javier Blánquez
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