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Usted se mea: apuntes sobre el frecuente olor a pis en Barcelona

Hablo de la de la gente que se mea en la calle, aprovechando los rincones oscuros, los ángulos muertos y la aparente tranquilidad de los lugares.

Categoría: Cultura | 30 agosto, 2016
Redacción: Javier Blánquez

Mientras media Barcelona emplea estos últimos días capturando Pokémons, fatigando –como se diría en castellano antiguo– las calles y los parques móvil en ristre, buscando las paradas de avituallamiento de objetos y siguiendo las huellas de los bichos salvajes con la ayuda del radar geolocalizado, les voy a confesar que un servidor, a lo que ha estado dedicándose este tiempo, es a una persecución mucho más difícil, esquiva y dura de rastrear. Hablo de la de la gente que se mea en la calle, a hurtadillas o no, aprovechando los rincones oscuros, los ángulos muertos y la aparente tranquilidad de los lugares. Cuando creen que no les ven, siempre estamos ahí para soportar el hediondo espectáculo de su micción. Todo empezó gracias a una afortunada –además de húmeda y apestosa– cadena de casualidades, pues en el plazo de muy pocos días, y en diferentes lugares de la ciudad, ocurría con frecuencia que, al girar la vista de la manera más inoportuna, aparecía un sujeto agazapado entre dos contenedores con la herramienta al aire, evacuando la vejiga. Sólo nos faltaba tirarle una bolita con efecto curvado, para ver si lo conseguíamos capturar a cambio de unos puntos y unos caramelos.

En realidad, esta es una imagen tan habitual que cualquiera que esté leyendo estas líneas seguramente piense en aquella ocasión, ya alejada en el tiempo o próxima en la memoria, en la que, sin esperarlo, a pocos metros de donde estaba le asaltó una persona que meaba, como si fuera un Eevee salvaje brotando de entre unos matorrales. Es entonces cuando empieza a tomar forma una idea perturbadora, pero no por ello menos cierta: en Barcelona la gente mea mucho por la calle, lo que le añade un extra de verosimilitud a otra idea aún más común y que damos por sentada, y es que Barcelona es en esencia una ciudad sucia, o mejor dicho, una ciudad airosa y entrañable, de resplandeciente belleza, pero con zonas oscuras en las que, día a día, hacen estragos las aguas menores del personal. Hay puntos negros que son meódromos, wáteres de influencia modernista, letrinas con pedigrí medieval.

Se dirá, y con razón, que depende de la zona y la hora del día. En efecto, el timing es importante. Les animo, por ejemplo, a que pasen un día temprano, al rayar el alba, por la calle Tarragona a la altura del cruce con Aragón, e intenten contener el leve temblor de las fosas nasales, anticipo de una arcada o una cara de disgusto, antes la vista de los restos del botellón que se forma a la salida del club Under. Allí es como si cada sábado por la noche fuera fin de año. En realidad, no tengo nada en contra de que la gente coma y beba en la calle; es más, no debería haber restricciones al respecto. Comer y beber es bueno. Pero fastidia mucho que luego esa gente no recoja su mierda. Seguimos instalados en esa idea absurda, tan propia de la adolescencia en su estadio más tonto, de que ensuciar es un gesto de rebeldía, cuando ensuciar es una guarrada y lo que habría que hacer es evitar la proliferación de la basura. Éste es el mismo principio que, hace unos años, animó –con amenaza de multa de por medio, por supuesto– a los dueños de perros a recoger las deposiciones que soltara el can en plena acera. No se le va a impedir al perro que coma, corretee por la calle y que, por consiguiente, exonere sus heces, pero ya que en las aceras no se cultivan tomates y no precisan de estiércol, nada pinta un zurullo en una esquina, ni siquiera al pie de un árbol. En ese aspecto, la gente de Barcelona se ha comportado de manera ejemplar: aunque seguimos viendo alguna mierda por ahí tirada, andar por la calle ha terminado siendo una actividad bastante segura, cada vez es más reducida la probabilidad de acabar pisando una ñorda, y eso ha cambiado dramáticamente el relato. Hoy, el verdadero peligro de las aceras, como sabe todo el mundo, se llama “gente en bicicleta”.

Pero es la suma de estos comportamientos –un botellón, un papel tirado, una caca de perro, un escupitajo, un escupitajo con moco, chicles pegados en los sitios– lo que acaba por estropear sutilmente la fisonomía de una ciudad que aspira a mostrarse recién lavada, con un maquillaje suave, y le da esa apariencia ligeramente sucia que tanto nos incomoda. A todos nos gustaría que nuestra urbe fuera algo parecido a un paraíso, y que al pasear por las calles sólo percibiéramos la fragancia de los rosales, el brillo del sol en las calzadas y la sensación de que todo lo que podría haber ido al suelo, finalmente, ha quedado depositado en una papelera. Por suerte, tenemos unos servicios de limpieza magníficos, que muchas veces pasan a recoger la basura antes de que aparezcamos nosotros por allí y nos paremos a pensar si Barcelona, en realidad, no será una réplica de aquel establo de Augías que –cuenta la leyenda- tuvo que limpiar Hércules en una de sus famosas doce pruebas. Pero cuando los basureros no pasan, o hemos madrugado mucho, o directamente se ha producido una breve colonización de guarros en un punto indeterminado del mapa urbano, es cuando vemos cómo aflora la mierda y lo normal, metafóricamente hablando, es que nos caguemos en todo.

Dicho esto, de entre todo el desperdicio que se puede arrojar sobre el piso de la ciudad, creemos que no hay ninguno peor que el del río de orina que puede dejar un particular escondido entre dos contenedores, o apuntando al plástico azul de una caseta de la ONCE, o entre los arbustos de un parque, o en la angosta entrada de una calle del Raval, tipo Arc del Teatre o, sobre todo, Escudellers, que durante años hemos evitado en la medida de lo posible porque es pasar por ella e hinchársenos las narices con el agrio pestazo del orín. Sólo conocemos el caso de una persona, con nombre y apellidos –artista, para más señas, y con premios–, que haya sido identificada en el mismo acto de mear en plena calle. Se cuenta que la susodicha, más por gusto que por imposibilidad de aguantarse, se puso en cuclillas y regó la vía pública con un Amazonas amarillo de profundísimo hedor. El caso, de todas maneras, es que muchas veces, al ir por los sitios, la orina se adivina, se huele. Está por todas partes. Tanto, que incluso se pilla en el acto, con las manos en la polla.

Desde el comienzo de la primavera hasta hoy, los avistamientos han sido frecuentes. Es posible que ni los observadores de ovnis que suben a Montserrat hayan tenido tanta suerte como quien les escribe a la hora de cazar micciones in fraganti. Las recuerdo como si fuera ayer: una fue en la zona septentrional de Sants, furtiva y ruidosa, que además comparte un patrón común con el de otro caso, sólo un par de días más tarde, en el tramo que conecta el Tanatorio de Les Corts con el Camp Nou: no eran guiris poco previsores, ni homeless que, por extensión, también son WCless, sino gente mayor, del barrio, que igual tenían la próstata hecha un asco, o pocas ganas de volver a casa, o que ya estaban en esa edad en la que les importa todo un comino y que, al no haber meado en la ducha como Mercedes Milá, se bajan la bragueta donde primero les apriete y entonces, como se decía en las ciudades antiguas al abrirse las ventanas, agua va. Pero en nuestro particular Pokédex de gente sucia no sólo hay vejetes adorables, sino también inquilinos nocturnos de cajeros automáticos, turistas convencidos de que las calles de Barcelona son las afueras de Lloret, los típicos borrachos y una porción nada desdeñable de gente incívica. Cuanto más te adentres en el centro, más te acercarás al kilómetro cero del manantial del pis. Y mejor no hablemos de los festivales de música, porque ése es un caso perdido.

¿Por qué ocurre esto? Como a todo el mundo, a uno le ha ocurrido lo de irse meando por la calle y sufrir mucho por aguantarse. Es inevitable que amenacen con desbordarse los conductos y las compuertas no sean los suficientemente resistentes para contener la primera gota. Pero el cuerpo humano es un diseño maravilloso, e incluso en las peores condiciones siempre permite un margen de resistencia insólito, el suficiente como para buscar una alternativa óptima: llegar a casa a tiempo, encontrar un baño público –hay pocos, pero los hay– o entrar en un bar, pedir una tapa de boquerón y correr como una centella hasta el fondo a la derecha, donde suele ubicarse el tigre, normalmente estrecho e insalubre. Antes solíamos aprovechar lugares como McDonalds, Starbucks o La Central como paradas técnicas, hasta que empezaron a proteger sus excusados con contraseñas. En cualquier caso, si se quiere mear civilizadamente, se puede. Tampoco se le va a exigir a nadie que tenga un plano mental actualizado y de máximo refinamiento con todos los wáteres públicos y limpios que hay en la ciudad entera, al estilo de George Costanza, pero lo que no resuelva nuestro Google Maps particular, al menos sí lo aclara el sentido común. En una ciudad civilizada siempre podemos dar por hecha una verdad irrefutable: puede que no haya otras cosas, pero al menos hay retretes.

La conclusión es tan fácil que acaba siendo una perogrullada: si incluso somos capaces de ser civilizados y aguantarnos las aguas mayores –o sea, las ganas de cagar– cuando estamos en la vía pública, y buscamos una solución adecuada al apretón para liberar el intestino en un depósito también adecuado, no hay excusa posible que justifique el chorro en la vía pública. Nadie debería mearse, y en Barcelona, por desgracia, la gente se mea. Es un comportamiento que, salvo en Madrid –una ciudad todavía más sucia, más embrutecida en muchos aspectos, que la nuestra–, no hemos visto en ninguna parte. En Londres, por ejemplo, las calles huelen a cebolla, pero no hay ninguna que huela a ácido úrico –que haya profusión de baños públicos ayuda una barbaridad–. Berlín, que es un paraíso costroso, es cualitativamente más educado que nuestro pequeño rincón de tierra. Por no hablar de Tokio: los japoneses preferiría que les arrojaran una tercera bomba atómica antes de permitir que una persona se transmutara en una réplica humana de las fuentes del Danubio en plena calle.

La increíble realidad es que, en el fondo, nos gusta la lluvia dorada. Los políticos se nos mean en la cara y nos dicen que llueve, y seguimos diciendo que sí, que por supuesto, y que por muchos años. Por eso, nos parece bien que venga alguien, poco dispuesto a aguantarse las necesidades, y convierta cualquier esquina del Gótico en el capítulo nunca escrito de “Barcelona és una merda”, el libro sobre los mejores urinarios de la ciudad que escribió nuestro querido Óscar Broc. En otras circunstancias, tendríamos que ir a darle de palos a infractor y presentarlo ante la autoridad con vergüenza y denuncias. Pero siempre lo dejamos correr. Que meen, qué más da. Incluso cuando el Ayuntamiento decidió poner un urinario portátil en pleno Borne, justo en la parte de debajo de la calle Comerç, hubo quejas y burlas por lo poco estético del cacharro, que más parecía propio del Sónar de Noche que de la ruta medieval para turistas. Hubo tuits y cartas al director tildándolo de espantajo, de error estético, como si nos pareciera mejor que vinieran los franceses –por decir alguien– a curvar el chorro ante las verjas de la Ciutadella. En realidad, nos pone –bueno, les pone a otros, a mí me parece un asco–. En Bruselas, por ejemplo, el único que mea es el niño de piedra de la fuente, y en París las únicas aguas que se desbordan son las del Sena. Pero en Barcelona, qué le vamos a hacer, nos gusta mearnos por la calle. Sólo a unos pocos, de acuerdo, pero unos pocos ya son demasiados, mientras los demás lo toleramos con nuestro silencio.

Contaba Chiquito de la Calzada aquel chiste sobre un hombre al que le expulsan del hotel en el que estaba alojado porque, le decía el director, se había orinado en la piscina. “¡Usted se mea!”, le decía, a lo que el interfecto respondía que “como todo el mundo”. “Sí, pero usted se mea desde lo alto del trampolín”, respondía el otro. Es inevitable que esto ocurra, y que esporádicamente, en un rincón apartado y discreto, alguien ponga a funcionar el taller y deje el charco como prueba del delito. Pero cuando la gente en Barcelona se da alivio a la vista de todos, desde lo alto de un trampolín, es que tenemos un problema.

Categoría: Cultura | 30 agosto, 2016
Redacción: Javier Blánquez
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