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Navidad en Ciutat Vella: qué bello es morir

Si vives en Ciutat Vella y te estás planteando mudarte a otra zona más tranquila, la Navidad dinamitará tus pocas dudas.

Categoría: Cultura | 21 diciembre, 2015
Redacción: Óscar Broc

Si vives en Ciutat Vella y te estás planteando mudarte a otra zona más tranquila, la Navidad dinamitará tus pocas dudas y te hará salir del barrio para no volver nunca más. Aquí tienes el relato del castigo que cada mes de diciembre sufrimos los habitantes del casco antiguo. Cuando la lucha se reduce al consumismo o nosotros, siempre gana la pasta. ¡Feliz y estresante Navidad desde el Barri Gòtic!   

Navidad en Ciutat Vella. Me encanta el olor del napalm por la mañana. Y por la tarde. Y por la noche. Como ocurre siempre por estas fechas, los habitantes del núcleo duro del casco antiguo afrontamos el nacimiento del niño Jesús como uno de los castigos más intensos del año; un desafío que nos conduce más allá del horizonte de sucesos de nuestra cordura.

El periodo de compras navideñas es una agresión salvaje a los ciudadanos de segunda de Ciutat Vella, barceloneses que pese a pagar los mismos impuestos que los habitantes de Sant Gervasi o Gràcia, nos vemos privados de nuestro espacio vital durante un mes. Sí, un mes enterito sin poder movernos con libertad por nuestras calles, o simplemente tomar un café tranquilos en el bar de siempre; un puto mes recibiendo pisotones, codazos, culeadas, avalanchas de gente; soportando los modales simiescos y las faltas de respeto de la masa compradora.

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Porque la masa compradora es vil y egoísta. No entiende que en el centro también viven personas y que, lejos de ser un megaespacio comercial urbano de usar y tirar, el casco antiguo es un núcleo donde imperan también las normas más elementales de convivencia en sociedad. Pero la Navidad pone de manifiesto, como ningún otro aquelarre consumista, la prostitución salvaje de Ciutat Vella, el desamparo de sus clanes y el incivismo extremo de los consumidores cegados. Si vives en la zona de Bertrellans, Santa Ana, Portaferrissa o Portal de l’Àngel tendrás serias dificultades para llegar a casa. No es broma. No podrás moverte. Tardarás una eternidad en acceder a tu portal. Llegarás al sofá histérico, desfondado y presa de una frustración difícil de describir para los que no tienen que soportar este calvario cada mes de diciembre.

Las oleadas de gente anegan el centro, poseídas por una histeria febril. Lo primero es encontrar ese ansiado producto, y luego ya nos preocuparemos de esa cosa insignificante llamada civismo. Nadie respeta las papeleras, nadie respeta tu espacio, todos utilizan el centro de Barcelona como una braga de un solo uso: la ensucian, la arrugan, la impregnan de sus secreciones y ahí la dejan tirada, mientras vuelven a la comodidad de sus hogares, atiborrados de paquetes y regalos absurdos.

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En la era del hipercapitalismo, hay que incitar con descargas cada vez más potentes a un rebaño altamente insensibilizado. De ahí la hiperstimulación sensorial a la que nos vemos sometidos los habitantes del Barri Gòtic: tanto input forzado en forma de bombardeo sostenido dejaría tieso como la mojama al Navy Seal más curtido. Si te adentras en las calles infectadas, una tormenta de luces estroboscópicas, adornos centelleantes y brillos aturdidores te convierte en una dócil polilla hipnotizada por las chiribitas. Sin darte cuenta, te ves atrapado en un enjambre de carne nerviosa, envuelta en abrigos imposibles. Caminas al ritmo marcado por la mente colmena de la masa compradora, eres un detrito en un torrente, estás atrapado en una deriva asfixiante. Hay vías en las que librarse del caudal resulta imposible, solo podrás dejarte llevar por la riada y ver dónde terminas dando con tus huesos.

A la tromba lumínica y a las imágenes subliminales hay que sumarle la contaminación acústica. Las macrotiendas de ropa se convierten en pistas de baile con desembocadura a la rúe. La calle se ve golpeada por las detonaciones de house y EDM a volumen caníbal. Por si no tienes el cerebro lo suficientemente frito, también tienes a los músicos callejeros provocando coágulos de gente y ensordeciendo al personal; y los villancicos a todo volumen, sonando en bucle en todas las tiendas y grandes almacenes. Lo que decía, el napalm por la mañana, tarde,noche…

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No obstante, lo más anonadante de esta locura es el carácter suicida del enjambre. Resulta imposible codificar las ondas cerebrales de los tipos que cogen el coche para moverse por el centro en plenas compras navideñas. Esos atascos eternos que degastan, desgastan y desgastan. Esa nube de contaminación que llaga pulmones en cada semáforo. Ese concierto de bocinas de conductores superados por la ansiedad y su propia estulticia.

Y qué decir de los que deciden meterse en el meollo… ¡con toda la familia! Carritos de bebés atrancados en mareas de gente. Abuelas extraviadas. Hordas de críos corriendo sueltos en el Corte Inglés como una invasión de leprechauns: poseídos por Satán, hasta las cejas de azúcar, destrozando lo que encuentran a su paso, dejando manchas de chocolate por todos lados. ¿A quién se le ocurre ir cargado con los cachorros y la suegra a una guerra como ésta?

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De hecho, la agresividad de los grupos familiares adquiere un nivel de sadismo atenazador en la juguetería del Corte Inglés. Meterse ahí a según qué horas puede marcarte para toda la vida. Allí hay señoras de mediana edad inmunizadas a los ansiolíticos, gritando desesperadas a sus gremlins, atropellándote como si no existieras mientras los persiguen. Niños dictadores que imponen su ley. Dependientes y cajeras a punto de llorar sangre. Yayas en shock. De ahí sales con una profunda decepción en la raza humana y la sana intención de hacerte una vasectomía.

Son algunos los rituales kamikazes que cada año se celebran con mayor ferocidad durante el periodo navideño. Es la obligatoriedad de comprar abundantes objetos que no gustarán a la persona que reciba el regalo. El compromiso absurdo con un consumismo tan radical y voraz que supera con creces el umbral de nuestro propia vergüenza torera, convirtiéndonos en animales salvajes carentes de modales, regidos por impulsos insondables, embriagados por la hiperstimulación sensorial.

Contra este panorama nos partimos la encía a diario los habitantes del centro. Por eso no me deja de asombrar que todavía haya gente que polemice con la propuesta de iluminación navideña para estas fiestas. Me marea el pestazo cinismo cuando la horda consumista se pone trascendente y acusa a Ada Colau de matar el espíritu navideño con sus lucecitas chichinabo. ¿El espíritu navideño? ¿Qué diablos es eso? ¿A esta masificación extrema de zombies y critters consumistas que ensucian, gritan y molestan le llamas espíritu navideño? Si por mí fuera, todos los euros invertidos en esta gilipollez de las luces habrían ido a otras parcelas auténticamente necesitadas de una inyección de dinero. Esta es la mierda de navidad que vivimos los empadronados en Ciutat Vella. Si decides unirte a la horda, solo te pido una cosa: mañana en la batalla piensa en mí.

Categoría: Cultura | 21 diciembre, 2015
Redacción: Óscar Broc
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