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Mozart, compositor de hits: “Las bodas de Fígaro” llegan al Liceu

El Teatro nos vuelve a traer el Mozart que más nos gusta. Una obra con más de doscientos años pero cuya trama refleja conflictos de plena actualidad

Categoría: Cultura | 7 noviembre, 2016
Redacción: Javier Blánquez

 

De entre las óperas que forman la trilogía Mozart-Da Ponte –de la que nos arriesgamos a asegurar que es, como trilogía, aún más importante y suculenta que la original de Star Wars, o la de El Señor de los Anillos, e incluso que la de El Padrino–, la que fuera la primera colaboración entre el libretista y el compositor, Las bodas de Fígaro, siempre ha parecido estar en el escalón más bajo del pódium. La opinión general es que Don Giovanni es la obra maestra intocable, para muchos la mejor ópera jamás creada, y en los últimos años ha venido cobrando fuerza la corriente que defiende Così fan tutte como la obra más compacta en su perfecta unión de drama y música, a pesar de que no tenga ni las arias ni los duetos más famosos, dejando así a Fígaro como el prólogo simpático, como el preámbulo para entrar en calor.

Sin embargo, la popularidad de Fígaro ha sido y sigue siendo extraordinaria porque, a pesar de que por entonces Mozart y Da Ponte se acababan de conocer y aún no eran conscientes de la plenitud de sus talentos, la suma de sus respectivos genios ya estaba a punto para convertirse en una gloriosa multiplicación. Las bodas de Fígaro se estrenó en 1786 en Viena, y su éxito fue prácticamente inmediato porque, una vez vencida la resistencia inicial del público europeo más conservador –y la reticencia de la aristocracia, que no veía con buenos ojos que se trasladara a la ópera la obra de teatro de Beaumarchais, que ponía en juicio la estructura social de la época, al darle a los criados la potestad de enredar a sus patrones nobles–, el mundo descubrió que estaba ante una obra del todo revolucionaria.

Incluso hoy, en pleno 2016, nos lo sigue pareciendo. Muchos de los conflictos que se plantean en la trama de Fígaro –el más evidente es el de la fricción entre “los de arriba” y “los de abajo”– hablan de una tensión social que, en el caso de Da Ponte, tiene que ver con el inicio del resquebrajamiento del Antiguo Régimen, ya que antecede en tres años al comienzo de la Revolución Francesa, pero que se renueva siglo tras siglo y que sigue estando de plena actualidad. Pero no es ese tipo de revolución –en el sentido de revuelta de los parias de la tierra– la que promovieron Mozart y Da Ponte, sino la aceleración del lenguaje de la ópera, anticipando ya en gran medida el advenimiento del bel canto italiano del XIX y una nueva manera de trabajar la unidad entre la música y el texto, que acabaría desembocando finalmente en Verdi. Quienes hayan visto la película Amadeus recordarán un momento en el que aquel Mozart histriónico, el de la risa de ratón, ha sido recibido en audiencia por el emperador José II, y a punto de ser expulsado a patadas del palacio por grosero –en ese momento de la película Mozart cuestiona el interés de la ópera seria barroca, en la que parece que los reyes y los dioses “caguen mármol”, para defender así un teatro con personajes llanos y comunes–, habla de una idea genial que se le ha ocurrido: un dueto que se transforma en tercero, y más tarde en cuarteto, y en luego en quinteto, y en sexteto, sin que la música se detenga y haciendo avanzar la acción a la vez, sin necesidad de utilizar pasajes recitativos.

Ese momento, en la ópera, es el final del segundo acto, donde el Conde de Almaviva –enredado por su esposa, la Condesa, y su criada Susanna, que han tenido escondido en un armario al paje Cherubino, del que el Conde sospecha que le está poniendo los cuernos– empieza a percatarse de la inconsistencia de las explicaciones de Fígaro y sus otros sirvientes, haciéndole creer que es él quien ha saltado por la ventana y ha roto las macetas, y entonces se llena el escenario con escribas, dueñas, jardineros y tutores del palacio, montándose un guirigay cómico de mil demonios. Todavía hoy, esos pasajes de Las bodas de Fígaro siguen siendo hilarantes si la orquesta toca con el vigor adecuado, los cantantes están finos y el director de escena ha conseguido afilar su instinto cómico. Fígaro es, en la historia de la ópera, la superación del periodo “serio”, con profusión de seres mitológicos y héroes de la antigüedad, para dar paso al costumbrismo contemporáneo en forma de ópera bufa –o sea, cómica, con personajes populares–. Un anticipo de la futura sociedad burguesa que nos resulta ya tan próxima, tan plenamente moderna, con la música más deliciosa que había escrito Mozart hasta ese momento de su vida. En cierto modo, hasta es un anticipo del Romanticismo: en su primera aria, Cherubino habla de amar los ríos y las montañas, una expresión temprana de la fascinación por la naturaleza durante todo el siglo XIX.

Las bodas de Fígaro se estrenaron en el Gran Teatre del Liceu hace poco más de un siglo –en febrero de 1916–, y la última representación fue en 2012. Así que la espera no ha sido ni larga ni pesada. Con las óperas mayores de Mozart no hay que preocuparse: siempre están en rotación. En la temporada pasada tuvimos un Così y ésta toca el doblete de Fígaro y Don Giovanni –en el mundillo también conocido como “Doño”–, y además aún está fresca la increíble Flauta Mágica en la producción de la Komische Oper de julio y septiembre. Llevamos unos años muy Mozart en el Liceu, y aunque sea un Mozart previsible –estaría bien recuperar alguna ópera antigua, como cuando se estrenó la producción de Claus Guth que recuperaba aquella obra maestra de juventud, Lucio Silla–, es el Mozart que más nos gusta, el Mozart sin el cual no podemos vivir. Y Las bodas de Fígaro nunca decepciona: sólo con hacer la ópera medianamente bien, calibrando adecuadamente la fuerza de los números musicales –es la mayor concentración de hits de Mozart en cualquier ópera, creemos– y los enredos descacharrantes, más ese final sublime en el que el Conde se arrodilla ante su mujer para pedirle perdón, son suficientes para salir del teatro con el ánimo elevado y una gran sonrisa en la cara.

La producción que se estrena este lunes, y que estará en cartel hasta el 20 de noviembre –en total, siete funciones que nos parecen pocas–, está dirigida por Lluís Pasqual, con escenografía de Paco Azorín, y cuenta con algunos puntos interesantes: la dirección musical de Josep Pons, que lleva una racha admirable –todavía se nos ponen los pelos como escarpias recordando el cierre de la Tetralogía de Wagner de hace unos meses, muy de salir a las Ramblas e irse en dirección a Polonia para invadir– y que seguramente sabrá destacar la delicadeza y el humor de la partitura de Mozart, a lo que hay que sumar la presencia en el elenco de tres voces femeninas de las más en forma del momento: la mezzo Anna Bonitatibus en el papel de Cherubino, la soprano Mojca Erdmann, a la que el papel de Susanna le viene como anillo al dedo, y la reciente incorporación de Anett Frisch como la Condesa de Almaviva, un gran talento mozartiano a quien los fans más hardcore recordarán como la Fiordiligi que cantó en aquel Così fan Tutte que dirigió Michael Haneke en el Teatro Real de Madrid.

La ambientación es de los años 30 –por tanto, no es un enfoque clasicista, con pelucas y gabanes, corsés y lunares en las mejillas–, una decisión que no tiene por qué afectar al buen desarrollo de la acción. Al fin y al cabo, en una ópera de Mozart como ésta sólo hay que acertar en dos aspectos: que el canto sea grácil, refinado, aéreo y sutil, y que se entiendan bien los enredos, los engaños y los embrollos que elaboran esas dos mujeres viperinas, inteligentísimas y carismáticas como son Susanna y la Condesa. Lluís Pasqual ha prometido que el acento se pondrá en las relaciones amorosas, y esa es la clave: al final, a los personajes sólo los redime la certeza del verdadero amor. Si, ya de paso, también se presente a Fígaro (Kyle Ketelsen) como un pazguato de buen corazón y al Conde (Gyula Orendt) como un depredador sexual al más puro estilo Michael Douglas, entonces no lo duden: este Fígaro del Liceu va a merecer la pena.

Categoría: Cultura | 7 noviembre, 2016
Redacción: Javier Blánquez
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