R t V f F I
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En el principio fue una lavandería: así se ‘gentrifica’ un barrio

Y después de las lavanderías llegarán a Sants los restaurantes orgánicos, las panaderías culturetas, los alquileres de bicicletas y patines

Categoría: Cultura | 25 noviembre, 2016
Redacción: Javier Blánquez

Vivo en una calle que no tiene nada de hipster. Debajo de casa hay un bar de comidas, de esos en los que se sientan los jubilados a tomar el carajillo por la mañana, en el que se reúnen los currelas a jalarse un bistec con patatas o a ver el partido del Barça que toca esa semana. Digamos también que la proporción de cafeterías, bodegas y hornos con zona amplia para sentarse para dar cuenta de un zumo y un croissant está en relación con la de cualquier otra calle de Barcelona. Por lo demás, aquí tenemos lo habitual: un par de sucursales bancarias, un bazar chino, una mercería, locales varios –y variopintos– entre los que no se cuenta ninguno especializado en cupcakes, o en cervezas artesanales, o en ropa que no sea la típica que compran las abuelas, entre la franela y el tergal. Es cierto que hay un restaurante japonés –bastante bueno, bastante auténtico–, pero también hay un chino –en el que se sirven salchichas de Frankfurt–, y un italiano, y otro de hamburguesas, y otro chino más que sólo pone refrescos, e incluso otro chino que va de japonés, y también dos consultas veterinarias, más el obligatorio colmado de pakis, o sea, un badulaque, pero nada de esto podría llamarse hipster, porque lo hipster es cuqui, siempre decorado con esmero y con fondos blancos luminosos, labrado en maderas nobles, con tipografías relampagueantes y empleados con tatuajes, barbas y aspecto sano, como de hacer running cada mañana. En resumen, vivo en una calle como las de siempre, que ahora sería como decir que es una calles como las de antes.

Amenaza en la sombra

De repente, sin embargo, la calle ha comenzado a cambiar. Primero abrieron un hostal, uno de esos hospicios feos, baratos, más anodino que sórdido, en el que cada cierto tiempo se detienen un par de jóvenes con una maleta y una mochila, ejemplos prácticos de lo que podríamos llamar turismo interior. El hostal es un lugar discreto, su fachada no invade, no llama la atención, igual es hasta una casa de citas y no nos hemos dado ni cuenta, y teniendo en cuenta que cuando se han desalojado locales –aquella crisis, que causó estragos, ¿recuerdan?– las sustituciones han sido casas de seguros, o una guardería, no parece que aquello pueda llamarse gentrificación. A modo de ejemplo: una vez que abrieron un espacio de alquiler de patinetes y bicicletas, que es como animar a las hordas de turistas a que se paseen por las calles estrechas del barrio pensando que aquello es Ámsterdam, atropellando a las “tietes” a su paso, al poco tiempo cerró y nunca más se supo. La aburrida realidad, de un anodino provinciano que haría pensar que en vez de en Barcelona estamos en algún barrio residencial de Zamora, había conseguido aplastar el sueño del negocio modernillo.

Pero de un tiempo a esta parte, algo está ocurriendo. Primero llegó el hostal, que, decíamos, es un hostal cutre aunque luego pueda tener clientela guiri, y después llegó la bodega gourmet, que siempre tiene gente dentro, gente que parece venir de fuera, que no te la encuentras por la calle, una bodega que cobra carísimos sus placeres, mucho más que la bodega antigua de más abajo, con toneles de madera apoyados contra la pared. Y finalmente llegaron las lavanderías. Parecía que resistíamos, como la aldea gala de Astérix, pero la resistencia, aunque numantina, acabó siendo estéril. Para más inri, no fue una lavandería, sino dos: lavanderías pulcras, con amplios ventanales, con sus ofertas imbatibles pregonadas en letras blancas y limpias, atiborradas de secadoras, de tambores giratorios como norias. Si hubieran abierto una lavandería quizá no lo hubiéramos tenido por nada importante: al fin y al cabo, si hay un hostal, y si cada vez más es frecuente ver a personas subiendo la calle con su mochila a cuestas, y su maleta con ruedas rechinando contra el pavimento, se puede uno imaginar que alguien estará alquilando sus habitaciones por noches sueltas, y que esos visitantes fugaces necesitarán lavar su ropa, pues son turistas, pero no cerdos, o cavernícolas. Pero la calle tampoco es especialmente larga, los edificios son bastante bajos, somos pocos y resulta que, en vez de una lavandería, tenemos dos. Nos parecen demasiadas.

Las dos lavanderías de mi calle están misteriosamente cerca la una de la otra. Es como si dos personas hubieran tenido a la vez la misma idea y la hubieran llevado a la práctica, sin pensar en que podría producirse una coincidencia que, necesariamente, va a dañar los respectivos negocios. Si hay suficiente gente en el barrio buscando lavadoras, porque no tienen en casa, o porque se les ha roto, o porque tienen tanta colada por hacer, y con tanta urgencia, que con una lavadora no basta, seguramente aquello rinda beneficios. Pero el barrio es un barrio de gente normal, que hace vida casera, y que por tanto tiene lo básico en su casa, una nevera, una tele, una lavadora, unas cucharas y unos platos. A menos, claro está, que alguien haya hecho un estudio concienzudo del mercado, haya medido los flujos de afluencia de turistas, haya recabado demandas de servicios y dé por hecho que lo que el barrio necesita, con suma urgencia, son dos lavanderías a menos de 50 metros de distancia entre la una y la otra. Curiosamente, cada vez que paso por delante suelen estar vacías, o hay una abuela con su nieta, o una persona que no parece particularmente turista, ni particularmente apresurada. Desde dentro, nos saluda un vacío pavoroso, de espacio fantasma. Montones de lavadoras paradas.

La gentrificación, o el Apocalipsis

Al mismo tiempo, empezaron a aparecer, pegados a las paredes, las farolas y las cabinas de teléfonos –todavía quedan–, diferentes carteles que nos advertían de que podíamos estar en riesgo de gentrificación. El pasquín advertía de varios síntomas que, sin lugar a dudas, eran la prueba evidente de que los hipsters, como los bárbaros en el poema de Cavafis, estaban llegando: por ejemplo, que los restaurantes dispusieran de menús en inglés –hay uno, el que hace esquina y que tiene las mesas de formica, que ya está en catalán y en inglés, por lo que da apuro preguntar en castellano, no sea que no te entiendan–, o que empezáramos a ver un flujo constante de personas con maletas y, ojo al dato aquí, que se estuvieran abriendo lavanderías. O sea, la lavandería como síntoma de que la vieja Barcelona de barrio, la Barcelona populosa y ensimismada, la que ya no existe en el Raval, en el Born, en Sant Antoni y en Poble Sec, y casi tampoco en Poble Nou y en la Ribera, y tampoco en algunas zonas del Eixample, y por supuesto tampoco en Gràcia, está extendiéndose como una metástasis a otros barrios. Nos creíamos que nunca llegaría la plaga, y durante un tiempo pensamos que la gentrificación sería también como el poema de Cavafis, en el que los bárbaros finalmente no llegan nunca, porque pasan de largo y se van a otro sitio, a pisotear la hierba con sus huestes y a violar a las mujeres de otros poblados, que quedan siempre en llamas y saqueados. Creíamos todo eso, pero era una ilusión, un deseo incumplido: la gentrificación está aquí.

 Será un proceso lento, pero imparable. Dos lavanderías son muchas. Quizá una cierre, porque es posible que tanto detergente y tanto programa para la ropa blanca, y tanto centrifugado y tanto autosecado por un euro sea –parafraseando el título del disco de los New York Dolls– demasiado, y demasiado pronto. Pero no se resuelve nada con que cierre una, porque seguirá la otra abierta, y una sola lavandería ya es la amenaza fantasma, o la amenaza en la sombra, que advierte de un futuro catastrófico, de un apocalipsis comparable al de la Barceloneta. ¿Cuándo pasaremos de las señales ominosas a los hechos irreversibles? La cosa va lenta, pero va, y por el simple hecho de ir no es consuelo que su velocidad parezca estancada. En realidad, todavía no hemos visto a nuevos vecinos que hablen en inglés, y que hayan pagado una fortuna por sus pisos, aunque sí vemos familias francesas muy bien compenetradas, ocupando toda la acera como si fuera Indochina. Y cuando empiezas a ver cosas así, lo que menos te preocupa, y lo que menos consolaría, sería que cerrara una lavandería, porque tenemos dos y está claro que por ahora una sobra, pero la gentrificación es imparable: siguen llenándonos los buzones con papeles de las inmobiliarias pidiendo que les vendamos los pisos, y volverán a abrir más lavanderías, porque son como la Hidra mitológica –le cortas una cabeza, pero al momento le vuelven a salir dos–. Y después de las lavanderías vendrán los restaurantes orgánicos, las panaderías culturetas, los alquileres de bicicletas y patines –que esta vez no fracasarán–, y las boutiques de ropa exquisita de diseñadores que aspiran a convertirse en el centro de un nuevo Williamsburg barcelonés, y con el tiempo hasta una tienda de bailaoras y sombreros mejicanos, un take-away de paella congelada, una heladería creativa, y un hogar social del jubilado alemán, dentro de 40 años, porque habremos perdido el barrio, como se perdieron otros barrios allá por principios del siglo XXI, y también habremos perdido la calle, y lo habremos perdido todo. El barrio se llama Sants y esto no ha hecho más que empezar.

 Ilustración: Javier Pereda

Categoría: Cultura | 25 noviembre, 2016
Redacción: Javier Blánquez
Tags:  Barrio de Sants, gentrificacion, Javier Blanquez,

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