R t V f F I
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ESAS VACACIONES

Quizá te huela a sucedáneo esto de tener que leer en lugar de vivir. En ese caso será mejor que empieces el libro cuanto antes.

Categoría: Cultura | 12 julio, 2016
Redacción: Dídac Catalán

Admítelo. Lo has deseado en alguna ocasión. Pero como que no.
Ir allí de vacaciones. A un paraje de esos; agreste, hostil de narices. Donde la naturaleza te escupe a la cara y la mano del hombre no allana el camino. La hospitalidad brilla por su ausencia, ni se te espera ni se te quiere. No hay cartelito de bienvenida. Nadie ni nada tiene la intención de ponerte las cosas fáciles. Y ya ves, aun con esas lo piensas, lo has pensado y lo pensarás de forma más o menos recurrente a lo largo de tu existencia. Y es que la idea atrae. Tendrá algo de atávico, quien sabe. Tu y tus límites. Hay mucho de intrínseco ahí. O de rollo masoca, según se mire.

Pero vamos, que sí, que se trata de un sueño endeble. Ni Morfeo le da demasiada consistencia. Y si la deidad de la modorra no te lo pone como mensaje prioritario en tu bandeja de futuribles sueños, pues tu tampoco. Por eso siempre te rajas. Llámale comodidad, llámale sensatez, llámale miedo. Lo que mejor te excuse. Nos pasa a muchos. Y es que siendo realistas, dormir en una cama King, Queen, o Mini-cutre size de un hotelito en una ciudad segura no tiene parangón. Ni hablemos del tema consumista, o de acumular ciudades visitadas cual insignias en la pechera de un boina verde. El plan es sencillo; comer, beber, follar, tostarse a la bartola, gastar, vaguear… Y bueno, si hay algo de Wi-Fi para ir subiendo los selfies hechos en los mismos lugares que todos visitamos, ganar unos likes y avisar al personal de que todo va de puta madre, ya sublimamos felicidad por los poros que da gusto. Porque en realidad es lo que toca, algo justo y necesario. Para eso te las pagas, que demonios, para algo te hernias trabajando durante meses.

Pero tarde o temprano, por frágil que sea, la idea pretérita de viajar a un sitio de mierda vuelve. Nunca acaba de salir de la mollera la cabrona. Sabes que podría ser mejor. Podrías tenerlo todo. Y que quieres que te diga. Pues sí. Si quieres puedes. Yo sé como. A través de la mirada de Mark Richard. O mejor dicho, a través de su libro de relatos El hielo en el fin del mundo. Como título quizá es poco certero, pero bueno. A los de Dirty Works, no les miréis por eso, no es cosa suya. Ellos han respetado el de la versión original. En todo caso dadles las gracias por publicar algo así. Esta editorial independiente se dedica a traducir y promover la literatura del sur de Estados Unidos como nunca antes se había hecho en lengua hispana. No van de farol. Más bien son un faro a seguir.

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Quizá te huela a sucedáneo esto de tener que leer en lugar de vivir. En ese caso será mejor que empieces el libro cuanto antes. De paso, pon ambas mejillas por dudar y claudica ante las bofetadas narrativas de Mark Richard, que afectan y conmueven a partes iguales. En el caso que nos atañe, multiplicado por diez. Literal y literariamente. Pues son diez los relatos que componen el libro y cada uno supone una experiencia distinta para el lector. Luego, ya si eso, decides si se trataba de surimi o cangrejo de río. Y cuidado, el cangrejo atenaza.

Ya lo dice Chuck, el gran Chuck, no Norris, sino el otro, Chuck Palaniuhk, el escritor. Cuando leyó el relato Abandonados enseguida quedó apresado por el cepo literario que planta Mark Richard en cada relato. Una maldita trampa para el animal lector.

Este relato, el que abre la antología, es uno de los máximos exponentes de su estilo narrativo.

Un par de niños son abandonados y tratan de subsistir por su cuenta y riesgo, pues su tío, quien debiera hacerse cargo de ellos temporalmente resulta ser un completo haragán.

A priori tampoco es para tanto. Es cuando empiezas a leer que te das cuenta de como están dispuestas las cartas sobre la mesa. En voz de un niño el mundo parece menos hostil. Su prisma no refracta la luz de los acontecimientos del mismo modo. Y claro, uno se lo cree y resigue sus palabras carentes de dobleces, a ritmo seguro, hasta que la realidad, su realidad, se vuelve tan cruda que casi sangra. He temido por esos perros bajo los tablones, con las garrapatas. Las ausencias del Tio Basuras son de una intermitencia abominable. La vida allí dentro sonríe poco, muy poco. Insalubridad, incerteza, pavor, desprotección. Todo en un ambiente de sordidez que decolora el paisaje en tu cabeza y borra de un plumazo cualquier atisbo de dulcificación. Ya no tienes el control de nada de lo que vaya a suceder. ¿Querías sensación de desamparo? Toma diez tazas. Te quedan nueve. Porque esto es una décima parte.

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El resto de relatos van a la zaga, no quiero escribir mucho sobre ellos, sólo que sepas que te agarran, te hieren, que saben a légamo y están tan helados como tu dermis sobre cemento mojado. Eso sin contar la aparición estelar de la naturaleza, de una importancia capital en la prosa de Mark Richard. No está muerta, vive y es una verdadera hija de puta. Su inclemencia rara vez muestra clemencia en las marismas de Louissiana, donde cipreses de más de seis metros son fagocitados por los pantanos en lo que dura un suspiro. Encoge y acongoja.

De vuelta al confort, cuando termines, cuando regreses la vista al sol de justicia que te hayan proporcionado tus merecidas vacaciones, sentirás frío. Mucho frío. Tu hambre será de todo menos canina y la comida te sabrá a barro. No te permitirás ser feliz durante un tiempo y sentirás desapego a tu realidad. Los que te rodeen no lo notarán por fuera. Hay males que no se ven. Los peores. Atañen a tu alma. La dejan entumecida. Es lo que hace El hielo en el fin del mundo, nunca se derrite. Sólo congela. Congela, cala y entumece. Es el precio del peaje por querer estar en ambos sitios de vacaciones. Bon voyage.

Categoría: Cultura | 12 julio, 2016
Redacción: Dídac Catalán
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