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Hoy triunfa más la idea de transformación, donde nada es nuevo verdaderamente aunque pueda llegar a parecerlo.
La diferencia entre el bien y el mal es una de las enseñanzas que más nos inoculan desde pequeños. “Pórtate bien“, “Esto no se hace“, “Te estás portando muy mal y así no te quiero“. Muchos siglos de cultura católica dogmática acarrean sus secuelas. Comportarse bien o mal, desde este punto de vista, se relaciona frecuentemente con la repercusión de ser o no queridos.
Como he escrito en alguna ocasión, cualquier niño sabe de manera inconsciente que depende de unos adultos cuidadores. La retirada de amor –real o imaginada por el crío- puede despertar las peores pesadillas y fantasías no conscientes sobre el abandono en una criatura. Así que interpretará y se adaptará a toda costa a los adultos cuidadores y a sus demandas. Acatamos, obedecemos… La obediencia es una de las primeras cosas que aprendemos a hacer. Es el precio que pagamos para –creemos- ser queridos. Recordemos que somos seres sociales y que una de nuestras necesidades es el sentido de pertenencia. En muchos grupos humanos se ha usado el ostracismo para desterrar a alguien de la sociedad.
Así que aprendemos a ser buenos para que nos quieran. O al menos aparentamos serlo. Sin embargo esta educación que recibimos es sesgada. Se “premia” lo que se considera que está bien, se “castiga” lo que está mal. Y quedamos atrapados entre dos extremos aparentemente incompatibles y en una especie de duelo de película de western: sólo uno de los dos tiene lugar en este pueblo.
Los humanos hacemos juicios de valor, frecuentemente severos, hacia uno mismo (y hacia los demás) en relación a nuestras decisiones, palabras, sentimientos o acciones. Por ejemplo: No está bien sentir envidia, no debería sentirla. No debería ser tímido. No le habría tenido que hablar así, fui muy brusco. Debería ser más amable. Y un larguísimo etcétera de deberías y tengos que.
Es la versión adulta del “portarse bien”. Sentir estas cosas y otras son motivo a menudo de vergüenza personal: como un reconocimiento de estar fallado. Uno de los caminos que exploramos en terapia es empezar a desobedecer algunas de las creencias personales que tenemos, que hemos aprendido y mantenemos. Y sigo con los ejemplos de antes.
La envidia es muy habitual, tanto que estoy tentada de hacer un encuentro de envidiadores para que vean que no son tan extraños como se piensan. Otro asunto es aprender a lidiar con la envidia.
Ser tímido o vergonzoso no se escoge. Hay una cierta tendencia natural. Y también es más habitual de lo que parece. Así que podríamos hacer otro grupo de acompañamiento para tímidos. Yo misma me declaro vergonzosa y lo que me ayudó no fue continuar diciéndome que debía ser atrevida y extrovertida, lo que me ponía más presión, sino aceptar que soy vergonzosa y entender que tengo otro tempo con las personas. Eso me dio bastante calma.
También a menudo nos penalizamos por haber hablado de una determinada manera a otro, una manera que tildamos de mala. Después de eso, viene irremediablemente la culpa. Si uno es brusco en un momento dado quizás es una respuesta para frenar a otra persona que quizás nos está invadiendo, pisando o ninguneando. De nuevo, el tema está en la connotación que le damos al lenguaje. No es lo mismo brusquedad que contundencia o ser directo.
Hay que flexibilizar las creencias sobre lo que está bien y mal, este supuestamente “daño” tan terrible si hacemos algo malo.
Ser bueno a ultranza implica a menudo no saber relacionarse con la propia rabia. La rabia, bien utilizada, sirve para poner límites.
Si no practicáramos la desobediencia o nos lleváramos un poco mal -o mucho- de vez en cuando, no habríamos cambiado ciertas maneras de hacer a lo largo de la historia.
Agradecimientos: A NomNam por el naming de la sección
Imagen de Pixabay.
Hoy triunfa más la idea de transformación, donde nada es nuevo verdaderamente aunque pueda llegar a parecerlo.
No existe un mundo perfecto único, varios modelos conviven y se yuxtaponen. En la mezcla de ideas está el valor.
Esta colección se dedica a esas ansias de vivir la vida al máximo para acabar en el hoyo. Una galería fotográfica de Bernat Rueda.