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El amor en tiempos del cólera I

En nuestra cultura entendemos por amor, lo que se mide por el dolor que a uno le causa, como si el que sufre de verdad es el que está amando de verdad.

Categoría: Cultura | 27 enero, 2016
Redacción: Eulàlia París

En sesión, uno de los temas recurrentes es el del amor. O mejor dicho: lo que en nuestra cultura entendemos por amor. El amor que me llega es uno hecho de sufrimiento y desgarro, en el que la profundidad del amor se mide por el dolor que a uno le causa, como si el que sufre de verdad es el que está amando de verdad.

Es un modelo cultural que tragamos a través de todo tipo de productos culturales: novelas, obras de teatro, series de televisión, películas, anuncios… Como la gota malaya, va haciendo su efecto. Robin Wood escribe en Mujeres que aman demasiado <<(…) estamos rodeados por innumerables ejemplos de relaciones inmaduras e insatisfactorias que se ven glorificadas y ensalzadas.>>. Con la particularidad que toda la recreación y el imaginario popular se queda encallada en la fase del enamoramiento.

Para mí, el enamoramiento es esa fase de conocer al otro: o sea, no le conozco realmente, no sé quién es la persona que tengo delante y lo voy descubriendo. Al enamoramiento le llamo la fase de la ilusión. Hay un agravante: muchos no queremos ver al otro sino que creemos que es de una determinada forma, nos imaginamos lo que es… que no tiene por qué coincidir con la realidad. “Es el hombre/ la mujer de mi vida“, escucho decir de personas que hace poco que se conocen. Confundir la ilusión con amor es bastante común, peligroso y doloroso. Y lo que más me impacta es la velocidad que a menudo toma: el fast love.

Así que toda la creación artística, se queda habitualmente en este punto y no entra en lo que viene a continuación o años más tarde, en lo que ocurre con el paso del tiempo y los vaivenes de la vida. Hay poca producción al respecto. Recuerdo hace años la película “La guerra de los Rose”, que no recomiendo a románticos empedernidos.

Efectivamente nos venden modelos de alta intensidad melodramática en el que se perpetúa el cuento del príncipe y la princesa azules. Buscamos a alguien que nos salve, que nos quite la ansiedad, el malestar, que nos “arregle” la vida y supuestamente nos traiga la calma. Y todo ello lo buscamos fuera de nosotros. Este elemento es importante tenerlo en cuenta.

Digo supuestamente que nos traiga la calma, porque a menudo me he encontrado con pacientes que se aburren con aquellos que sí les traen calma. Necesitan relaciones de desgarro emocional o de maltrato. Estamos enganchados a la intensidad, a la adrenalina, somos unos yonkis del “amor” dramático. Nos hemos habituado a la manipulación, la venganza, las trampas, los celos, las mentiras, las amenazas… al fin y al cabo, eso da vidilla. Así que hay un fuerte componente masoquista en el concepto occidental del amor, que claro está, encuentra una contraparte sádica.
Por otro lado, lo que también me llama cada vez más la atención, es el alto grado de narcisismo de nuestra sociedad. Tiene su lógica en una sociedad que tanto ensalza lo individual y al individuo, o mejor dicho, lo egoico. Al principio, muchas personas esperan del otro una serie de cosas, que dan por supuestas, aunque muchas veces no tienen claras ni ellos mismos.
Ya partimos con mal pie: no vemos al otro como un ser autónomo, sino que pretendemos que esté a “nuestro servicio”, que gire alrededor de nuestra órbita.
Cuando finalmente las clarificamos (por ejemplo: quiero que vayamos a vivir juntos), viene el paso siguiente: aprender a pedir al otro claramente, en lugar de esperarlo o darlo por hecho.
Aunque es la acción para poner las cartas sobre la mesa, para comunicarse, pedir con claridad lo que uno quiere o desea, no es ni habitual ni fácil. Muchas veces oigo lo de “pero tiene que salir naturalmente o con fluidez“. Esos son los supuestos que comento.
Ante la tesitura de pedir con claridad, ya es significativo lo que a uno se le mueve: vergüenza (en el fondo siento que no merezco), miedo (a que me digan que no), ansiedad (¿y si me dice qué no?)…
Cuando uno empieza a expresarse y hablar claramente empieza también a darse cuenta que, lo que daba por supuesto, el otro no tiene por qué compartirlo. Por ejemplo: “pensaba que él también quería que viviéramos juntos y me ha dicho que no“. Esto provoca muchos enfados, disgustos, tristezas, desilusiones… e incluso los hay que culpan al otro de su malestar por no haber cumplido con su expectativa.

Un signo más de que consideramos al otro un satélite que gira a nuestro alrededor y un claro ejemplo de nuestro narcisismo.

Continuará.

Agradecimientos: a Xavier Grau por el Naming de la sección y a Pilar Górriz, diseñadora gráfica, por ilustrar el artículo.

Sano y Salvo

Categoría: Cultura | 27 enero, 2016
Redacción: Eulàlia París
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