La actual noción de persona o individuo, entendido como ser único e intransferible, separado o aislado de todo lo demás, autónomo, es un concepto de hace un par de siglos.
Se ha instaurado con tal fuerza que resulta una creencia difícil de trascender: porque la narrativa de todo lo que nos rodea (publicidad, películas, etc.) nos habla de que “el protragonista eres tú” o bien que hay un protagonista principal. De modo que se tiende a poner la atención en una persona: LA cantante, EL papel principal de la película, LA protagonista del libro, EL líder político, etc, etc.
A menudo no se tiene en cuenta que, detrás del foco de atención, hay un montón de gente trabajando u otros personajes en la trama.
Por poner un ejemplo, detrás de la cantante Beyoncé, hay toda una retahila de personas involucradas: probablemente desde su representante, a la banda de música, otros bailarines, los técnicos de sonido, de iluminación, un asistente personal… y los seguidores. Todos ellos hacen posible el “producto Beyoncé”.
Esta actitud monofocal crea una doble situación.
Por un lado, una sociedad altamente narcisista: cada persona se centra en lo que me pasa a mí, lo que yo quiero, lo que yo necesito, etc, un yo como protagonista absoluto. Cada uno ensimismado con lo suyo y su mundo.
La consecuencia: no tenemos en cuenta a los otros, no les vemos, si no es por una necesidad o deseo nuestro.
Por el otro lado, cedemos la responsabilidad. Porque, que haya un único cabeza visible, muchas veces ya viene bien: hace que se desplacen y centralicen todas las responsabilidades, quejas, opiniones, culpas, etc, en esa persona.
Es muy fácil opinar -y protestar- desde la platea. ¿Cuántas veces he oído el “si hubiera sido yo, lo hubiera hecho de otro modo“? A lo que numerosas veces he respondido, “pues adelante, hazlo”. En general hay dos reacciones a esta propuesta: o sorpresa o excusas.
Hay vida más allá de yo. Para empezar porque nuestro discurrir por la vida empieza con una relación de dependencia con los adultos que nos preceden: no nos valemos por nosotros mismos cuando empezamos nuestro caminar por la vida. Cada uno de nosotros nace en un momento y un lugar que nos preexisten, con unas dinámicas e inercias hechas. Necesitamos a esos mayores para que nos cuiden, nos sustenten, nos nutran.
Además son los transmisores de los valores, símbolos y concepciones propios de la cultura a la que pertenecemos (por casualidad) mientras nos desarrollamos.
Uno de esos valores, vigente en nuestra cultura occidental, es la del individuo autónomo como célula independiente de los otros.
La perspectiva sistémica aporta una poco de humildad en todo esto: por muy individuos que seamos, estamos conectados, somos unidades que formamos parte de un macrosistema.
Lo interesante del enfoque sistémico es que ve a los subsistemas (esas unidades) como actuantes: no somos meros robots reproduciendo la información del chip, no imitamos pasivamente y ya está. Sino que el sistema está en constante reelaboración porque las unidades dudamos, nos cuestionamos asuntos, valoramos, decidimos, actuamos a veces en contra de lo establecido.
O sea, lo que uno puede llevar a cabo u ocurrirle, puede tener repercusiones y afectar -por lo menos- en el ámbito más immediato y cercano.
Así que con nuestra actitud de mirarnos el ombligo o pasarle la pelota a otro, cuando nos conviene, estamos ayudando a crear una manera de funcionar. Entre todos.
Lo que el mito del individualismo ha conseguido es hacernos creer que como -supuestamente- estamos solos, “aislados” los unos de los otros, no hay nada que hacer para modificar las cosas. O sea, nos immobiliza. Nos quita responsabilidades, sí, y también nos paraliza.
Si el cambio y la transformación no fueran posibles, tanto social como personalmente, todavía estaríamos haciendo fuego con dos piedras. O ni eso.
Agradecimientos: a Xavier Grau por el Naming de la sección y a Pau de Riba, diseñador gráfico y coordinador en la escuela Bau, por ilustrar el artículo.