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Siempre he tenido la sensación de que en España un bar es un refugio, un asidero, un madero flotando en la inmensidad de un océano hostil. Vamos a los bares con ambiciones sanadoras, como si esos agujeros insalubres fueran lo único que nos separa de una recortada en el parietal y una pizza de sesos. Acaso por su trascendencia casi religiosa, a los bares de Barcelona les perdonamos defectos más propios de la hostelería decimonónica que de un negocio del siglo XXI. Defectos fácilmente solucionables.
Desconozco si la clientela patria es de perdón fácil o está ya inmunizada. Lo cierto es que convive con estas taras sin chistar; las asume como parte del acuerdo. El bar, como refugio del alma, ya hace bastante por nosotros como para que encima le pidamos que sea también un santuario de la asepsia y los buenos modales… ¡Error! Al bar hay que exigirle, no dejar que se acomode. Tenemos que pedirle el mismo respeto que le profesamos, y eso empieza por no tragar con los malos hábitos que muchos establecimientos de Barcelona parecen llevar adheridos a su ADN. Bienvenidos a la jungla.
El café nuestro de cada día
Cuando hablamos de café, en Barcelona los estupros son tantos, que uno no sabe por dónde empezar. Quizás por esos cafés baratos que saben a líquido de cenicero y siguen enquistados en la hostelería barcelonesa. Amargos como una pila, sin sustancia, con la textura cremosa del aguarrás.
Las tazas mal lavadas son también habituales en muchos bares. Cerámica ajada, mal repasada por un lavaplatos renqueante, moteada con lamparones del café de otros clientes. Sin rodeos: una taza manchada es un atentado contra la salud pública. Y también esos vasos rallados que parecen haber superado varios holocaustos nucleares. Están en casi todos los bares y algunos llegan en una fase de tiña tan terminal que prefieres beberte el refresco amorrado a la botella.
Pero volvamos al café. Cuando lo pides con leche natural, quieres la leche a temperatura ambiente, no fría de la nevera. Y cuando pides leche caliente, no la quieres a 3000 grados, basta con 70; si desearas incinerarte la boca, te decantarías una taza de salfumán y santas pascuas. Además, el sabor acre de la leche quemada y requemada es repugnante. Por cierto, cuando se sirve un café con leche rebosante y el líquido se derrama por los bordes, empapando el azúcar y convirtiendo la taza en un lago marrón, se agradecería que el camarero cambiara la pieza o en su defecto limpiara el desaguisado. ¿Y qué diablos es eso de servir cafés para llevar sin tapa? Una de mis luchas más recientes se centra en esta nueva tendencia. La tapa se creó para evitar que te caiga el café con leche mientras caminas. Pues no hay forma. Ahora necesitas dos fases: pedir el café para llevar y cuando te lo dan, pedir también la dichosa tapa. Y así cada mañana.
En Barcelona, el asunto del café es tan alarmante que me he pasado al lado oscuro, es decir: a las cafeterías de especialidad hipsters. Prefiero pedir ‘lattes’ y parecer un gilipollas, que beber café amargo con leche requemada en tazas pringadas de bacterias. La pieza cuesta más cara, pero tienes la certeza de que te servirán un grano de calidad y una leche (también de calidad) a la temperatura adecuada. Y lo harán en una vajilla limpia, sin herpes incorporado.
Carretera al infierno
Sigo con una de mis obsesiones: la mantequilla pétrea. Pedir una tostada en un bar de Barcelona es un trance. La tostada llega caliente, pero la mantequilla congelada, dura cual témpano. Untar esa rocalla en la pieza de pan es una guerra sin cuartel y el campo de batalla termina hecho un desastre: los dedos embadurnados de sebo, cachos de mantequilla por todas partes, las tostada trinchada y empapada de grasa…
En algunos bares, el microondas es un objeto de una densidad tan extrema que todos los alimentos que hay a su alrededor son indefectiblemente arrastrados hacia sus entrañas. La tortilla de patatas mal recalentada es ya un subgénero culinario en Barcelona. Echan la pieza en las entrañas del aparato, a la sopa boba, y de ahí surgen pinchos de tortilla temblorosos que arden como el sol en sus capas exteriores, pero están fríos como un muerto en su núcleo. ¿Y esas croquetas chichinabo reblandecidas por la radicación del microondas? Todo el mundo al suelo.
Y el embutido tampoco se salva. Lo de servir fiambre a temperatura ambiente, como debe ser, todavía es en muchos sitios de Barcelona física teórica. El embutido nunca respira, pasa de la nevera a tu plato como un pedazo de carne fría, tiesa. Ese embutido gélido puede acabar también en el interior de un bocadillo y rubricar un combo letal: longaniza fría, pan de mala calidad (congelado y siempre blanco) reblandecido por la humedad y aderezado con un hilillo de pulpa de tomate insípida y untada a brochazos. Para eso mejor hacerse el bocadillo en casa.
Más madera
Que no pare la fiesta. Me asombra también que en 2017, todavía haya bares que no preparen zumos de naranja naturales. Cada vez que pido uno y recibo un “tiene que ser de botella” como respuesta, pienso que he retrocedido a 1996. En este flanco, por cierto, he detectado la proliferación de unos peligrosos híbridos engañaguiris en el centro, unos zumos de naranja supuestamente naturales que están hábilmente tuneados. Mitad zumo natural, mitad potingue industrial, los suelen consumir los turistas lelos a precio de farlopa, sin percatarse del horror que mora su vaso.
Hablando de líquidos, en pleno 2017 los bares que te ponen aguas abiertas en la mesa todavía son legión. Y lo peor es que cuando rechazas esa agua y pides una debidamente precintada, muchos camareros te miran como si un wookie te hubiera cagado en la cara.
También soy fan de los helados mal refrigerados. En Barcelona llevamos siglos haciendo kakigori sin saberlo, y con helados que en teoría deberían ser cremosos: doble demérito. No hay nada como pedir un sorbete de frambuesa y encontrar infinidad de cristales, cuerpos extraños traslúcidos y agujas de de hielo en la copa; detritos de otra era, acumulados a lo largo de las centurias en las profundidades abisales del congelador.
Tú ensucia que yo (no) limpio
Pongámonos serios: no deberíamos ser tan permisivos con los bares que confunden autenticidad con acumular mierda. Nos gustan los bares de toda la vida, la bodegas viejas, pero no a cualquier precio. Hay que replantear las técnicas de lavado de las vitrinas de las tapas y eliminar esas capas de grasa de varios milímetros de grosor; convertir las barras en superficies deslizantes, nunca pegajosas; recoger las servilletas del suelo; quitar el polvo de las botellas; erradicar los palillos sin funda… Esas cosas. Muchos bares de Barcelona deberían replantearse seriamente su política de higiene y quizás escuchar un poco más a sus clientes.
Digo lo de escuchar a sus clientes, porque desde hace un tiempo aprecio un aumento preocupante de camareros con el síndrome del cliente invisible, una dolencia muy grave que hace que el camarero no perciba tu presencia, aunque estés a escasos centímetros de su cara, moviendo los brazos como un náufrago. El camarero afectado por este síndrome ordena cucharas, mueve vasos, guarda bolsitas de azúcar, pero tú no existes en su mundo; para él eres como los fantasmas de Ghost, su cerebro te ha borrado del tejido espacio temporal y solo percibe un vacío. Es el súmmum de todo esto: conseguir que un negocio de hostelería prospere, sin atender a los clientes porque no te sale de los cojones. Solo en España.
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