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Daniel Barenboim, piano en estado de trance

El hombre que nació con la maldición de la genialidad múltiple, tras diez años, vuelve al Palau de la Música para interpretar a Schubert, Chopin y Liszt

Categoría: Cultura | 24 noviembre, 2016
Redacción: Javier Blánquez

Es imposible reducir la carrera y la inquietud musical de Daniel Barenboim a una idea única, en una sola actividad principal. ¿Pianista? ¿Divulgador? ¿Mensajero de la paz? ¿Uno de los directores de orquesta más carismáticos del siglo XX, con la coda del XXI, donde ha seguido prolongando su estela? ¿Mentor de jóvenes talentos? Para él, no hay suficientes días en el calendario con los que llenar tanto deseo de música y dedicación al prójimo. Hay músicos que nacen bajo la estrella de la dirección de orquesta, o con el don del virtuosismo, o con la habilidad de la palabra, pero Barenboim sufre, en cierta manera, la maldición de la genialidad múltiple, y cuando no está grabando -frenéticamente, incluso a sus 74 años- está recogiendo premios y dictando conferencias, escribiendo libros o repasando la literatura pianística más rotunda de los últimos tres siglos, para que no se le oxiden los dedos, dirigiendo orquestas en todo el mundo o dando entrevistas. Milagrosamente, no parece haberle afectado el síndrome del gigante de la música clásica pluriempleado, que nos dice que cuanto más se trabaja -en un afán de dinero y poder-, más se reduce también la brillantez del repertorio ejecutado. Barenboim se vacía en cada concierto, no es de los que se conforme con la mediocridad.

Ahora bien, de entre todas sus facetas, la que más le interesa resaltar ahora a Barenboim es la de pianista. Creció ante el piano, se ganó una reputación fabulosa tocando las 88 teclas, y como bien recoge su biografía, a una edad tan temprana como los 12 años ya había publicado su primera grabación, para continuar exprimiendo el repertorio de Beethoven, Mozart y Brahms durante toda su adolescencia, ya fuera en solitario o como solista bajo la dirección de titanes de los años 50 y 60 como Klemperer o Barbirolli (e incluso Boulez). Para Barenboim, la batuta sería un amor más tardío, la otra cara de la moneda, con la feliz singularidad de que, a diferencia de colegas como Leonard Bernstein -director superlativo y pianista competente, pero sin un brillo especial-, resultó ser tan bueno dirigiendo, penetrando en los secretos de la partitura, como tocando en solitario. Más voraz, además, que nadie: le da igual si es Schubert o Bach, Wagner o Chaikovski, su don para succionar el alma de la música no entiende de periodos cerrados de la historia.

Pero como no hay nada como el primer amor, cada cierto tiempo Barenboim vuelve al piano y se encierra con él una temporada, rescata las piezas más misteriosas de su extenso repertorio y se da una vuelta por el mundo viajando solo, con la única compañía de los laberintos de Liszt, las tormentosas pasiones de Beethoven o las angustias de Chopin. Si repasamos algunos de los últimos lanzamientos discográficos de Barenboim, veremos que el piano vuelve a estar entre sus objetivos principales, como en otros momentos había sido darle cancha a sopranos divísimas o cerrar ciclos sinfónicos, o profundizar en el Anillo wagneriano. Es cierto que no abandona el repertorio para orquesta -justo ahora acaba de grabar la primera sinfonía de Elgar, dos años después de haberse metido a fondo en la segunda y darle nuevo brillo a la música del tesoro nacional inglés-, ni tampoco se resiste a acompañar a solistas -ha dirigido a la violinista Lisa Batiashvili en los conciertos de Chaikovski y Sibelius, con poco riesgo pero con mucha clase-, pero todo esto mientras iban recuperándose cajas con todas sus sonatas de Schubert, todo lo que ha grabado de Beethoven y los conciertos para piano de Mozart, él iba daba conciertos a cuatro manos con Martha Argerich y hasta se pasaba al bando de los solistas para, dirigido por Gustavo Dudamel, tocar los dos conciertos de Brahms, uno de los ejercicios más agotadores que haya para cualquier músico.

En ese aspecto, su último disco parece como una especie de visita al balneario: se titula On my new piano (Deutsche Grammophon, 2016), y es el resultado de explorar las posibilidades del piano recién construido, y hace poco estrenado, que ha diseñado para él Chris Maene, uno de los artesanos de Stenway & Sons, en la línea de los viejos pianos románticos -y evitando ciertas convenciones del siglo XX, como las cuerdas dispuestas en una cierta trayectoria diagonal en la caja de resonancia-. “La transparencia y las características tonales de los instrumentos tradicionales, con las cuerdas rectas, son muy diferentes del tono homogéneo que producen los pianos modernos. El piano que tocaba Liszt produce voces claramente distinguibles, y más colores, y eso me ha inspirado a explorar estas posibilidades al máximo”, ha dicho Barenboim al respecto de su nuevo juguete, que es el juguete que ahora va a tocar en Barcelona.

Esta noche, diez años después de su último programa como solista en la ciudad, Barenboim actuará en el Palau de la Música, dentro del ciclo BCN Classics, a partir de las ocho de la tarde. El programa es escueto pero rotundo: en la primera parte, dos sonatas de Schubert -la 9 y la 18-, y en la segunda momentos de los dos colosos del piano romántico, Chopin (la Balada número 1) y Liszt, con sus Funérailles y el diabólico Vals Mephisto. Música que exige concentración, claridad de ideas, precisión y un estado casi de trance, porque por su interior circulan secretos y fantasmas. Además, servidos por un Barenboim que, a estas alturas, acumula tal sabiduría, tanta serenidad y tantas tablas, que convertirá la experiencia, no ya en un lujo, sino en un trance colectivo.

Categoría: Cultura | 24 noviembre, 2016
Redacción: Javier Blánquez
Tags:  Daniel Barenboim, palau de la música @es, piano,

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