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Hoy triunfa más la idea de transformación, donde nada es nuevo verdaderamente aunque pueda llegar a parecerlo.
Hoy abrimos el diccionario por la “a”: “algoritmo”. ¿Que qué narices es eso? Pues es algo muy sencillo. Tan sencillo que, sin darnos cuenta, casi en un abrir y cerrar de ojos, se ha apoderado de todos los rincones y resquicios de la vida actual. Un algoritmo no es nada más que una forma de resolver un problema, es como una receta de cocina con sus ingredientes y sus pasos, pero que normalmente se aplica por ordenador.
Los algoritmos impregnan gran parte de lo que hacemos a diario: están en los resultados de Google, en las recomendaciones (¡y los precios!) de Amazon, en los anuncios que vemos en Internet, en las rutas que siguen los transportistas para repartir paquetes, en la gran mayoría de compras y ventas que se llevan a cabo en Wall Street. Sí, eso mismo, la época del lobo de Wall Street ya ha pasado a la historia; bienvenidos sean los algoritmos que deciden ellos solitos qué comprar y qué vender con los millones que las entidades financieras ponen a su disposición.
Visto su uso tan extendido, solo era cuestión de tiempo antes de que entraran en el terreno de las artes y de la cultura. Una empresa británica ha desarrollado un algoritmo que se alimenta de guiones de película, los mastica un poco y escupe la cantidad de dinero que recaudaría en taquillas si se llegara a producir. Otro algoritmo parece haber dado con la fórmula para una canción exitosa y predijo que Norah Jones y Maroon5 tendrían éxito con sus primeros álbumes. ¿Y los libros? Obviamente, tampoco se salvan de todo esto. Un pequeño ejemplo: una universidad de Nueva York ha creado un algoritmo para predecir a partir del estilo que usó un autor en una novela si esta tendrá éxito o no.
Todo eso nos lleva a una pregunta: ¿están predeterminados nuestros gustos? Parece mentira que un par de cálculos salidos de un ordenador, de una caja tonta que no sabe nada de nosotros, pueda decir con asombrosa precisión qué nos gusta y qué no. Pero eso mismo es lo que presuponen los algoritmos, que en el mundo se encuentran recetas mágicas para todo. Te plantas en una tienda de ideas, metes un asesinato en la cesta, un par de detectives, un poco de intriga, una pizca de carisma, se mezcla todo con un puñado de letras, se unta en una página, y ¡ale! Ya está listo el próximo éxito de ventas.
Una cosa es una receta para el éxito, pero otra es una receta para la creatividad misma. Todos entendemos de forma distinta aunque bastante parecida lo que implica ser creativo. Los psicólogos llevan tiempo estudiando e intentando entender el llamado proceso creativo. ¿Y si a luz de los algoritmos resultara que la creatividad no es nada más que una receta? Recibimos unos estímulos exteriores, seguimos nuestra receta interior y de ahí sale algo que llamamos creatividad. Es una visión algo determinística de las personas que incomoda un poco. Quizá también podemos salirnos de esa receta interior; quizá la creatividad en realidad es eso, ir en contra de nuestro propio ser.
Dicho en pocas palabras, no lo sabemos. Todo son suposiciones, ideas y dudas que nos ha generado el uso moderno de los algoritmos. A medida que la tecnología avance aun más, se apodere de nuestro día a día y dependamos de ella para vivir, nos irá surgiendo la misma pregunta: ¿qué nos queda de humano que no lo pueda recrear un ordenador?
Hoy triunfa más la idea de transformación, donde nada es nuevo verdaderamente aunque pueda llegar a parecerlo.
No existe un mundo perfecto único, varios modelos conviven y se yuxtaponen. En la mezcla de ideas está el valor.
Esta colección se dedica a esas ansias de vivir la vida al máximo para acabar en el hoyo. Una galería fotográfica de Bernat Rueda.