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‘Disparad sobre el ciclista’ o el último grito de la bicifobia

El odio al ciclista es un fenómeno tan global como cotidiano, pero bien podría ser el último grito (rabioso) de una especie en peligro de extinción: el conductor cabreado.

Categoría: Cultura | 12 septiembre, 2016
Redacción: Philipp Engel

Así de claro lo dejó Michael O’Leary, el polémico Consejero Delegado de Ryan Air, cuando le preguntaron por la política pro-ciclista del Ayuntamiento de Dublín: ‘Habría que coger a los ciclistas y dispararles’. Nada nuevo para cualquiera que pedalee a diario por las ciudades del mundo, incluida Barcelona. El odio al ciclista es un fenómeno tan global como cotidiano, pero bien podría ser el último grito (rabioso) de una especie en peligro de extinción: el conductor cabreado.

La insigne historiadora británica Mary Beard, reciente Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, aseguró que existe un principio básico: ‘si conduces un coche, odias a las bicis; si vas en bici, odias a los coches, y supongo que si eres peatón los odias a todos.’ A lo mejor era así en la antigua Roma. Pero en Barcelona, como en muchas ciudades del mundo, lo que se respira es más bien un odio enconado de los peatones y los conductores hacia el ciclista, que circula entre quejas airadas, cuando no insultos y amenazas de muerte, sobre todo por parte de taxistas pasados de vueltas cuando te aventuras por ‘su’ carril en una calle sin carril bici, que no son pocas. Unos y otros perciben la proliferación de ciclistas como una violación de su espacio vital, y en parte no les falta razón. Hay violación. Sólo que la actual situación sólo puede ser meramente provisional: somos optimistas y soñamos con que pedaleamos hacia un mundo mejor.

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Hay que decir que, en Barcelona, hemos pasado de las bicicletas blancas (encadenadas para homenajear a los ciclistas caídos) a un año negro con dos víctimas mortales por atropello de bicicleta: Muriel Casals, política de 70 años, y Josefina Peraire, poetisa de 69 años. La comunidad ciclista, si es que existe tal cosa (cierto es que hay bicicletadas populares, en las que personalmente no participo, porque no me va ese rollo comunitario), es la primera en lamentar estas muertes. De hecho, los muros de las redes sociales se llenaron en su día de tales noticias compartidas en señal de duelo y solidaridad, como cuando hay un autobús escolar siniestrado, un tren se sale de la vía o un Boieng de Malaysia Airlines desaparece misteriosamente en medio del océano. Pero en demasiados casos, estas noticias se compartieron para enarbolarlas como la prueba definitiva de que los ciclistas no son más que hordas de hunos llegados para acabar con la civilización occidental. No sólo son un incordio para la circulación, sino que además son mortalmente peligrosos.

Y bueno, también hay gente que no ‘cree’ (sic) en el cambio climático, en el calentamiento global. Pertenecen al mismo campo semántico. No hace falta ponerse estadístico, ni sacar los números a relucir, para asegurar que los vehículos a motor son más peligrosos que las bicicletas, por no hablar de la contaminación, que provoca hasta 75.000 muertes prematuras al año en toda Europa (y eso que no quería ponerme estadístico). Tampoco cabría recordar que la bicicleta sigue siendo el vehículo más sano, económico y, sobre todo, menos contaminante (en todos los sentidos, también en el acústico, que no es baladí), y que está llamada a jugar un papel esencial en el desarrollo o supervivencia de las ciudades en ese futuro que ya está aquí. Un futuro del que los Ayuntamientos, ante el inmovilismo de los gobiernos, ha empezado a tomar las riendas.

Y si algo evidencian los casos de Casals y Peraire es el fracaso de los carriles bici, el peligro que entrañan para el peatón. Josefina Peraire falleció a consecuencia de las heridas causadas por una bicicleta que circulaba por un carril bici como los de antes (Diagonal, a la altura de Pau Claris), es decir como los del 92: un raya blanca despreocupadamente pintada en el suelo sin que nadie se hiciera demasiadas preguntas sobre su sentido o viabilidad, un poco como aquel célebre running gag de Emilio Aragón en ‘Ni en vivo ni en directo’, a principio de los 80. Programa tras programa, el cómico seguía una línea blanca trazada en el suelo que atravesaba los lugares más inverosímiles en dirección a quién sabe dónde. Con los primeros carriles bici olímpicos ocurre un poco lo mismo, no llevan a ninguna parte. A menudo se acababan en seco, y ya está. Son como un circuito cerrado de juguete, lo contrario de circular libremente por la ciudad. No se pueden seguir al pie de la letra, hay que hacerlo en sentido figurado, echándole mucha imaginación para saber por dónde continuar, sortear los obstáculos más inverosímiles etc. Por mucho que el ciclista se esfuerce en obedecer las indicaciones, tarde o temprano por verse obligado a invadir un espacio que no es el suyo. Algunos se decantan por las aceras, con el peligro que entraña para el peatón,  y otros por los taxistas psicópatas, con el peligro que entraña para el ciclista.

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El caso de Muriel Casals es ligeramente distinto: falleció a consecuencia de las heridas causadas por una bicicleta que circulaba por un carril bici no como los de antes, sino de los nuevos. Es decir segregado, con aquellas protuberancias de goma, incluso separado del resto del tráfico por una fila de coches aparcados (en la calle Provenza, a la altura de Urgell). Y de doble dirección, lo cual es altamente peligroso tanto para el ciclista, que circula en una franja estrechísima, como para el peatón, que no tiene costumbre de mirar a un lado y al otro antes de cruzar. A raíz de estos dos casos, se podría concluir que los carriles bici no son tan buena idea. Un ciclista famoso, que este verano estaba de paso por la ciudad y al que se le consultó sobre estos problemas, sugirió pintarlos de rojo (sangre). Bueno, es una idea. Aunque el esfuerzo del Ayuntamiento por ampliar y mejorar la red de carriles bici es tan loable como evidente, la solución lógica es mucho más obvia: hay que echar a los vehículos a motor del centro de la ciudad, dejando que las bicicletas ocupen su lugar (paralelamente, claro está, a una sustancial mejora del transporte público). Llegados a ese punto, podríamos abandonar los actuales carriles bici a todos esos patines, monopatines y patinetes, que no hacen más que molestar a una especie en pleno florecimiento: el ciclista cabreado.

Erradicar a los vehículos contaminantes de las ciudades: suena a utopía polpotiana. Pero no hay que ser especialmente ecologista para pensar en esa dirección, basta con tener una vaga idea del mundo que nos rodea. En un futuro, al menos que nos encontremos con uno a lo Mad Max (con los fanáticos del motor como únicos supervivientes, surcando el desierto a bordo de sus vehículos tuneados en busca de la última gota de gasolina), costará de explicar a los niños lo que llegará a conocerse como La Era del Motor, un periodo oscuro en el que el hombre se empeñó en construir toda clase de máquinas de contaminar ambulantes, que accesoriamente podían transportar enseres y seres humanos. Costará de entender, incluso es muy probable que a los llamados millennials ya les esté costando, porque cada vez resulta más obvio que conducir motor en las circunstancias actuales, y más en este momento post-Dieselgate, es como orinar en una piscina pública: No pasaría nada si sólo fuera tu pequeño secreto, pero a la vista está que lo hace todo el mundo. Y apesta.

A la espera de que los vehículos no contaminantes sirvan para otra cosa que para que las ecocelebrities se hagan la foto y limpien de frivolidad su imagen, el imperio del motor empezará muy pronto a ser visto como un dinosaurio a extinguir en pos de la supervivencia del hombre (como quizás ya ocurrió). Nos encontramos así al inicio de un proceso irreversible, cuyo objetivo inmediato es la progresiva desaparición del coche de los centros urbanos al tiempo que una inevitable transformación de la industria automovilística a vehículos no contaminantes, para seguir asegurando los inevitables desplazamientos interurbanos. Parece una quimera, pero no faltan indicios esperanzadores.

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Como es sabido, las agujas del progreso giran de norte a sur, y tanto en Holanda como en Noruega (si la extrema derecha lo permite) romperán con el motor a partir de 2025. Ya no se fabricarán coches tal y como los conocemos. En Copenhague (Dinamarca), donde el clima no es tan mediterráneo, la mitad de los deplazamientos casa/trabajo ya se llevan a cabo pedaleando. Incluso el excéntrico Boris Johnson, antes de que el Brexit le confundiera, quiso dejar como legado de su paso por la alcaldía londinense una suerte de autopista para bicis que atraviesa la ciudad más antipática de Europa. Aunque la Juana de Arco en esta cruzada es sin duda la más próxima Anne Hidalgo, alcaldesa de París, que este verano, entre otras muchas medidas, ya ha puesto en vigor una ley para prohibir la circulación de vehículos antiguos con el objetivo de erradicar el diesel en 2020, fecha en la que París será la capital mundial de la bici. Incluso ha plantado cara a la UE, cuyas leyes protegen al lobby automovilístico en detrimento de la salud de ese 80% de europeos que habita los núcleos urbanos más o menos contaminados.

Es Anne Hidalgo, persona muy de admirar, la que lidera esa alianza entre los Ayuntamientos del mundo a la que también se han apuntado nuestras Ada Colau y Manuela Carmena. La madrileña prosigue con la labor de purgar de coches el centro de la Capital del Reino y proyecta parkings disuasorios en la periferia, que son un adelanto de la ciudad silenciosa del futuro, mientras que en Barcelona ya ha arrancado el proyecto de las supermanzanas, lo cual es un gran paso adelante. Aunque quizás las cosas estén todavía algo tensas, como ha podido verse con  la reciente resistencia de la caverna conservadora al experimento de carriles compartidos entre motor y bicicleta, con la velocidad limitada a 30 kilómetros por hora. ¡Ah, la velocidad! Esa suele ser, al margen de desplazarse cómodamente sentado al amparo de la intemperie y al son de sus melodías favoritas, la excusa del conductor: Ganar tiempo, como si apretar el acelerador hacia ese futuro a lo Mad Max supusiera algún tipo de economía.

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Los desplazamientos en bicicleta han aumentado en Barcelona (una ciudad topográficamente mucho más apta para las bicis que Madrid, donde el equivalente al bicing va con un motorcito eléctrico), pero siguen representando un porcentaje alarmantemente bajo del total (1,8%), y lo que es peor: el motor también ha ido a más. Aunque parezca increíble cada vez hay más gente que usa su propio coche (esa idea ya de por sí tan démodée) para moverse por la ciudad. Quizás haya que empezar a presionar un poco a los propietarios de todos esos tubos de escape. Existe en la Ciudad Condal un protocolo para reducir drásticamente la circulación en los días que podrían superarse los límites de contaminación, ya de por sí algo laxos, de la UE. Más allá de la ampliación de esos carriles bici ricos en protuberancias que sólo pueden representar una solución provisional, una etapa intermedia en la construcción de la ciudad silenciosa, habría que aplicar ya ese protocolo, apretar el botón rojo sin necesidad de esperar a que salten todas las alarmas, y tengamos que salir a la calle con mascarilla. Los propios conductores deberían empezar a frenar, y preguntarse si disparar al ciclista es sólo una ocurrencia sensacional o más bien encubre el suicidio en modo lemming de toda una Humanidad.

El enemigo no es el ciclista, el enemigo es el motor.

Categoría: Cultura | 12 septiembre, 2016
Redacción: Philipp Engel
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