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RIP Can Manel: españoles, la Barceloneta ha muerto

Tic-tac, tic-tac. Termina la cuenta atrás.

Categoría: Cultura | 27 julio, 2016
Redacción: Óscar Broc

Tic-tac, tic-tac. Termina la cuenta atrás. Se sabía que el reloj alcanzaría el cero, el momento crítico del cambio de fase. ¿Las protestas vecinales? Ruido blanco, poco más. Se mascaba el fracaso en la Barceloneta, pero nos hemos percatado de la magnitud colosal del tumor con la caída del restaurante Puda Can Manel, el santuario culinario más antiguo del paseo Joan de Borbó. Ahora sí que todo parece definitivamente perdido.

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La ley de arrendamientos urbanos, la ferocidad de los nuevos inversores extranjeros –dispuestos a pagar alquileres y traspasos imposibles- y la metástasis guiri han condenado a un histórico. Este restaurante, famoso por sus pescado, marisco y arroz,  no solo es el más viejo del lugar, es también la última trinchera, un catalizador de la cabezonería de los habitantes de la Barceloneta: guerrilleros, encabronados y ásperos en la confrontación. De ahí que el colapso de Can Manel sea un revés casi definitivo para la resistencia; si el modelo Parque Temático es capaz de triturar una pirámide histórica y llevarse por delante todo un paseo en cuestión de cinco años, ¿cómo debe de estar la moral de las tropas? Mejor dicho, ¿todavía quedan tropas?

El paseo Joan de Borbó fue durante mucho tiempo un órgano vital para la Barceloneta. Su función de vaso comunicante entre la playa y el entorno urbano lo convertía en una zona de paso harto concurrida, de ahí que casi todo el recorrido estuviera custodiado por algunos de los restaurantes de pescado con más tradición y solera de la ciudad. El paseo, además, aguantó comercios de barrio en su fisonomía durante mucho más tiempo del esperado.

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Hace unos años, Joan de Borbó deparaba un garbeo de lo más apetecible a los barceloneses. No podías visitar la Barceloneta sin culminar la excursión amorrado a un plato de arroz en la terraza de Can Manel. El paseo mantenía un equilibrio entre el compromiso con los locales y la servidumbre al turismo, pero la poda inexorable de restaurantes tradicionales y comercios de proximidad, en beneficio de inversores extranjeros cegados por el dinero fácil del turismo a granel, ha extirpado del paseo todas sus señas de identidad y convertido la travesía en un aterrador Bulevar de la Gamba donde circula gente semidesnuda y las normas de civismo más elementales se diluyen en mares de after sun y latas de cerveza. El espectáculo es dantesco. La victoria del horror.

La tradición de ir a comer una paella a Can Manel –o cualquier otro restaurante mítico del paseo- ya es polvo de leyenda: solo conseguirás que un barcelonés se acerque a Joan de Borbó en época estival aplicándole una Magnum cargada en la sien o mostrándole una foto de su hijo amordazado con el periódico del día. Es fácil imaginar el dolor que debe producirle a un veterano de la Barceloneta el estado actual del paseo, pues nada se acerca más a esas imágenes apocalípticas de Lloret que los barceloneses veíamos confortablemente en la tele, convencidos de que nunca nos pasaría a nosotros. Una arteria capital por la que hace años fluía a borbotones la vieja sangre de la Barceloneta es ahora un avispero tóxico e histérico; un engendro hinchado de patatas fritas, neones, souvenirs, flotadores, heladerías, turistas descamisados y tiendas de ropa hortera.

Los restaurantes de arroz y pescado tradicionales de Joan de Borbó, los mejores custodios del espíritu ancestral de la Barceloneta, han sufrido la radiación turística y ahora son negocios deformes pertenecientes a  inversores paquistaníes que también facturan paellas y marisco, incluso mantienen la apariencia de los restaurantes ocupados, pero no se acercan ni por asomo a la calidad de sus antecesores. Las razones son varias, pero digamos que la principal es que tienen la deplorable costumbre de utilizar materia prima congelada y dejarte un bote de ketchup en la mesa, por si quieres rociar los berberechos con él. Lo más alarmante es que estos agujeros indignos son los que ofrecen mejor alimento, pues el paseo Joan de Borbó es ahora un edén de comida basura destinado a atiborrar de colesterol a todos los guiris que vuelven famélicos de la playa. Hamburgueserías, pizzerías, supermercados de turistas, heladerías de dudosa calidad, tiendas de patatas fritas…

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Con Can Manel se va por el sumidero un importante pedazo de historia de la Barcelona portuaria. El local se fundó en una puda, que es como antiguamente se conocía a los almacenes reconvertidos en tabernas del muelle. En 1900 la puda fue trasladada a su actual ubicación, el paseo Joan de Borbó, y desde entonces su alma ha absorbido los jugos cavernarios de la bohemia: canciones y anécdotas de marineros extranjeros; historias de pescadores, diletantes y ladrones de poca monta; relatos de escritores y gastrónomos en busca del bacallà a la llauna perfecto… En este enclave se empezó a formar la médula del barrio y se gestó la tradición gastronómica de la edad de oro del paseo Joan de Borbó. Es una parte fundamental del espíritu de la Barceloneta, pero ni siquiera su naturaleza totémica ha impedido que nos lo carguemos.

Solo cabe aceptar la derrota. Después de Can Manel, al barrio no le quedan ya horizontes. Porque si miras más allá del paseo Joan de Borbó, hacia Port Vell, tus retinas chocarán con un exclusivo club privado, el One Ocean Club, y una imponente colección de yates de lujo expuestos de forma pornográfica. Por supuesto, unas vallas amenazantes separan a la chusma local de los hombres de negocios y sus megabarcos. Una burla inconcebible. La arrogancia de los malos ganadores.

Creo que a estas alturas ya no es alarmista decirlo: españoles, la Barceloneta ha muerto. Y alguien se está riendo en nuestra cara.

Categoría: Cultura | 27 julio, 2016
Redacción: Óscar Broc
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