THE ALFREDO LANDA EXPERIENCE

En 2012, la historia se repite para muchos jóvenes que sólo ven en España tres posibles salidas: por tierra, mar o aire.

“Pepe checked in at Munich Airport (MUC) on Foursquare”. Así podría arrancar un hipotético remake de Vente a Alemania, Pepe, aquella vieja película protagonizada por Alfredo Landa que a menudo es rescatada en las tardes de sábado por Cine de Barrio. El remake estaría plenamente justificado: hoy como entonces los jóvenes españoles tienen que liar el petate y emigrar en busca de empleo, muchas veces a Alemania.

Esta nueva versión de aquella película de 1971 nos contaría que ahora el desempleo juvenil roza el 50%, la mitad de la generación mejor preparada de la historia de España. El protagonista sería probablemente un joven con estudios superiores e idiomas. Después de 20 años formándole, el Estado es incapaz de retenerle y él se verá obligado a emigrar a economías más prósperas en las que podrá no sólo desempeñar su profesión sino hacerlo por un sueldo que en nuestro país sería impensable. En realidad, esta Vente a Alemania Pepe 2.0  se proyecta cada día en nuestro muro de Facebook, poblado de “instagrams” tomadas en Gran Bretaña, Francia o Alemania. Las condiciones de vida de los nuevos emigrantes son por norma mejores que las que vivieron nuestros abuelos cuando salieron al extranjero a ganarse el pan en los años 60, pero en definitiva aquella generación y la nuestra caminan de la mano: mientras que sus hijos, nuestros padres, han gozado siempre de cierta estabilidad y constituyen la base (y la cima) de nuestra economía, nosotros como nuestros abuelos nos hemos encontrado en la flor de la vida limitados por un escenario catastrófico.

Qué duda cabe que el éxodo tiene su atractivo. Si en los 60 eran los Volkswagen y los Telefunken, ahora puede serlo la prolongación de la vida Erasmus y la euforia de volar fuera del radar de la familia. El programa Españoles en el mundo también ha hecho mucho por idealizar la emigración. Sin embargo, el éxodo tiene su cara amarga. La película de 1971 disfrazaba de comedia una historia de frustraciones, de huídas a ninguna parte, de españoles en el exilio que no estaban muy seguros de tener un lugar al que volver. Ahora como entonces oiremos añoranzas de tortilla de patatas y jamón ibérico, pero detrás de esas frivolidades están el desarraigo y la diáspora de amigos repartidos  por todo el globo con los que compartimos más “whatsapps” que cervezas. Es el precio que hay que pagar por echarle huevos y plantarle cara a la negra realidad.

Desde luego, tanto los que se van como los que se quedan para combatir la crisis desde dentro demuestran ser dignos herederos de sus abuelos, aquella generación trabajadora y honesta que hizo posible el “milagro español” a base de esfuerzo y sacrificio, peleando por acercarse un poco al nivel de vida de esos europeos que visitaban España y les ponían los dientes largos con sus libras, sus francos o sus marcos. Sí, nos parecemos bastante nuestros abuelos y nosotros. Aunque ellos no tuvieran estudios ni idomas. Aunque nosotros no escuchemos a Juanito Valderrama cantando: “Cuando salí de mi tierra / volví la cara llorando / porque lo que más quería / atrás me lo iba dejando”.